Me duelen los hombros, las pestañas, las ideas. Me duelen las rodillas y los zapatos. Me duele la blusa y el collar… ante tanto dolor, miro al cielo para encontrar ángeles en las nubes, y en su filo plateado, producido por la luz del atardecer… sí los encuentro, pero no dejo de llorar, los oigo pero no puedo entender qué hacer.

Hace dos días veía las nubes contigo y veía bombarderos rompiendo ciudades e ilusiones. Me duelen los sueños, me duele tu alcohol. Trato de mirar la pantalla y a través de ella encontrar respuestas, pero no hay preguntas, ni ideas. ¡Duelen tanto que no pueden pensarse!

Aún así, viene Justinio a mi llamado, acompañado de ángeles, serafines y querubines a abrazarme, a darme calor, pero el ego no los deja entrar y se quedan afuera tocando la puerta, para que un poquito de su luz encuentre una rendijita por la cual colarse. Pero la rendija también duele, y duelen los olores, los quehaceres, los uniformes. Nunca pensé ser capaz de soportar tanto dolor sin ahogarme, pero no puedo respirar…