LAS LLAVES DE TOLEDO
(tradición recibida durante un viaje a Toledo)
El otoño está próximo y Toledo ha amanecido soleado. Por sus calles empedradas una multitud citadina se concentra en espera. Algunos niños llegan rezagados, más indolentes y semidormidos. Pero al fin las familias se hallan allí completas para ir bajando lentamente desde la montaña pétrea toledana y atravesar así sus calles de piedra, puerta tras puerta, pasadizo tras pasadizo, curva tras curva.
Esas puertas que dividen sus calles y que los protegieron durante siglos de numerosas invasiones. Esos recodos casi escondidos donde se amurallaban, para defender sus altas casas con frentes solemnes ... Irán quedando ahora lentamente, atrás suyo, para no verlos retornar jamás.
Los principales señores de Toledo poseen allí hermosas viviendas, con esa arquitectura pétrea e imponente que ha hecho de esta ciudad, casi un mito. Visten con lujo y son elegantes. Han orado toda la noche, pero aún se hallan con la conciencia clara cuando cierran sus grandes mansiones, con sus inmensas llaves, como si aquél fuera un viaje provisorio.
Ellos siempre pensarían en volver. No hubo toledano alguno, de los reunidos en sus calles esa madrugada, que no considerara esto como una circunstancia pasajera. Que no pensase en regresar nunca más, hacia adelante, hasta su ciudad natal. Pero al salir a la calle para unirse con la caravana, comienzan a dudar. Aquella multitud contiene prácticamente a casi toda la población de Toledo... Y cuando parta de allí, esta célebre ciudad medioeval, quedará semivacía.
Es el 4 de agosto de 1492, el último día,
la gran despedida. El gran rabino español lo ha proclamado a los cuatro vientos en aquel año triste para su pueblo :
—¡Los toledanos somos castellanos! Dos mil años lleva el Sefarad en esta tierra ibérica a partir de nuestra llegada aquí, durante el cautiverio en Babilonia. Hemos ofrecido dejar el territorio español pero conservar a Toledo como “ciudad de refugio”, siguiendo la ley mosaica. Nos fue negado. Hemos sido incluso los arquitectos de Toledo, quien lleva un nombre bíblico : ¡Tóletos! y su escudo que presistirá por los siglos venideros es una estrella de seis picos, la nuestra.
Pero Toledo está toda convulsionada en aquel día. Los que quedan y los que parten. Y así los expulsados comienzan su marcha. Pasan una a una las puertas y los pasadizos que ellos mismos construyeron por siglos, para defender sus fábricas de espadas, hechas del acero toledano de sus fraguas. Las mismas múltiples puertas que ahora se cierran detrás de ellos.
Y comienzan a andar el camino y a rodar las calles, tras las carretas cargadas que llevan consigo sus últimos lujos. Mujeres, niños, ancianos y hombres. Y allí se va hacia la ventura incierta el judío errante toledano que creyera encontrar sobre las riberas del Tajo, hace dos mil años, un sitio propio. Una ciudad de refugio.
Los europeos los esperan del otro lado de los Pirineos en deshielo, cuando los pasos montañeses se hallan abiertos. Francia, apostando vigías a lo largo de la ruta que debían atravesar sin detenerse en tierra francesa (de acuerdo al tratado subscripto entre los dos reinos) en ese éxodo involuntario, progóm español, fue contándolos uno o a uno de acuerdo al censo detallado. Para que saliesen del territorio galo, en la misma cantidad que ingresaran los expulsados.
La inmensas llaves de hierro de las casas toledanas, cuyas grandes cerraduras ya no utilizables aún podemos admirar, partieron para no volver. Atravesaron la dulce Francia de verdes praderas pero sin detenerse en ella. Austria, Flandes, Alemania, Bohemia, Servia, Rumania, Ucrania, Rusia... serán sus destinos.
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Es un día casi otoñal, luminoso y de buen sol en Palos de Moguer, donde tres carabelas cuyo velamen blanco luce una cruz de malta roja ––cruz de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalem— se disponen a partir en este día 3 de agosto de 1492.
Van rumbo a la India por el Océano Atlántico. Su capitán es un extranjero que vino de Portugal, pero cuya correspondencia aún antes de llegar a España, luce un correcto castellano, única lengua de sus cartas. Es pelirrojo y pecoso. Algunos dicen que es lusitano y otros que es genovés. Ambas nacionalidades convergen en una sola, pues el rey Enríquez de Portugal, el hijo de Enrique de Borgoña, contrató a la marina genovesa doscientos años atrás, para organizar con ella su gran marina lusitana.
Pero en cualquiera de los dos lugares en que él haya nacido (pues sabemos que los europeos reconocen como nacionalidad el solar original paterno y no de nacimiento) la historia no oficial que derramará cinco siglos de tinta, va a sostener siempre que este marino es un judío. Su madre era portuguesa de apellido Peres Trello, Los Peres lusitanos sabemos, son judíos. Y él pone sus barcos en el mar precisamente en la víspera, veinticuatro horas antes, el día anterior de la partida y expulsión de la nación hebrea de todo el territorio español. Luego de que esta nación fundara en la península ibérica el Sefarad, huyendo de Nabucodonosor, y permaneciera allí por dos mil años (antes de romanos y visigodos) tras el cautiverio en Babilonia, como lo aseveró su Gran Rabino Abravanel ...Es el último día...
Su tripulación, se presume, lleva una mayoría de judíos. Al menos sí lo es, Rodrigo de Triana {pues Triana es la Judería de Sevilla), aquel vigía que gritará : “¡Tierra!” ... cuando aviste la costa americana.
Alejandra Correas Vázquez |