Bendito sea Dios el uniforme ayudó a mimetizar la sangre.


Parecía una opción sin dificultades pero ninguno dejaría su mundo por la otra persona. Iban a asumir la imposibilidad del amor por la vergüenza y el miedo. La historia de ambos sería reinterpretada.


Simplemente en el trabajo la relación sería un escándalo, ninguno lo podría explicar sin que los demás los adjetivaran de perversos, falsos, merecedores de la ira del mundo. El tiempo dedicado, el profesionalismo, las bondades y los actos de caridad arderían al instante. No podría ser. No a la altura de esta vida.


Decidido el asunto ambos se vistieron rápidamente con silencio y ritmo militar. Antes de salir de la habitación se abrazaron sin mirarse, la piel trazó en las manos la lujuria de amantes en su primera noche; se apretaron con las uñas las nalgas, los pezones, dejaron grandes y dolorosas mordidas en el pecho como postrero recuerdo: el último en que la boca modelaría el orgasmo del otro. La intensidad de los dientes en la aureola marcando el territorio, inseminando la esperanza de volver algún día y encontrar el rastro, el aroma entre los vellos.


El tintinear de las campanas acompañó un paisaje donde ambos rozaban sus vergas, las manos tenían la medida adecuada. Sin duda eran cardenales profesionales, antes de la última campanada ya habían salido de la sacristía de Catedral, con el rostro jadeante, pero en santa paz.