Los antiguos choferes de microbuses, aquellos que debían cobrar, conducir, preocuparse de que la gente no se les colara sin pagar -ya que en ello, estaba involucrada su comisión por pasaje-, abrir y cerrar puertas y de paso, interpelar a los escolares, que poco pagaban e igual ocupaban espacio, como también, contestar los insultos de los pasajeros que les exigían más rapidez y menos detenciones, es indudable que esos personajes, sometidos a tan intensa carga laboral, se transformaban en verdaderos energúmenos que mascullaban, insultaban y contestaban todo de mala gana.
Recuerdo una ocasión en que viajaba yo en uno de estos vehículos. El microbús se dirigía al Barrio Alto y eso se podía deducir por una que otra persona de rasgos anglo sajones que subía, de trecho en trecho, a dicho transporte. Sin hilar demasiado fino, uno podía darse cuenta de la diferencia de pelaje de estos seres de mirada airosa y cuello en ristre, en comparación con los más regordetes, desenfadados, de cabellera oscura y vestimentas de poco lustre. Sucede que una señora de aquellas, se levantó y tocó el timbre para que el chofer se detuviese en el siguiente paradero. El conductor, por su parte, hizo caso omiso al timbre y prosiguió, sumido en sus oscuras cavilaciones, una, dos, tres y cuatro cuadras más allá. Cuando por fin detuvo el microbús, la señora aquella, ofuscada, pero digna, se dirigió a la puerta delantera y antes de descender, dijo: -´”Perdonen ustedes”- dirigiéndose a los pasajeros- “pero tú eres un concha de tu madre”. Primero, sobrevino la perplejidad y después una risotada general, ya que el insulto, pronunciado de tan correcta forma y sin el mordisqueo que hace efectiva su virulencia, era más bien una frase aséptica, desnaturalizada en su esencia.
Pero, el caso más extraño, en términos de estudio socio-psicológico, se produjo una mañana en que me dirigía al trabajo. Al subir al microbús y cancelar mi pasaje al chofer, éste me saludó efusivamente, tanto así que pensé que era alguien conocido. –“Pase usted, por favor y que tenga un buen viaje”. Sorprendido, ante tanta demostración de cortesía, sólo atiné a sonreír con un dejo de desconfianza. Pronto, me di cuenta que el chofer aquel, saludaba a todos con los mismos buenos modales, trataba de “mijos” a los escolares y sonreía con amabilidad a cualquiera que le hiciera una consulta. Ante tanto acaramelamiento, comencé a pensar que, posiblemente aquel señor era el dueño de la máquina y, por supuesto, atendía bien a su clientela como una forma de resguardar su peculio. Aún así, hasta el ser más templado abandona sus cabales ante tal avalancha de situaciones adversas. Pero no, el hombre le sonreía al policía que le solicitaba sus documentos, canturreaba cuando lo sorprendía una luz roja, miraba a través del espejo retrovisor y les hacía guiños de complicidad a dos ancianas que iban sentadas en primera fila.
A tanto llegó su inusual conducta versallesca que en una ocasión, se levantó de su asiento para ayudar a subir a un señor desvalido. -¡Noooo!- me dije para mis adentros. Esto huele muy mal. O bien es un loco que robó el vehículo o es un actor, que se desenvuelve en su personaje, mientras una cámara oculta estudia la reacción de asombro de los pasajeros. Debo confesar que no estaba tranquilo, algo me preocupaba, era un atisbo de alarma que me decía que nada era lo que parecía. E imagino que la mayoría de los pasajeros era sacudida por un sentimiento similar, a juzgar por sus miradas sesgadas y sus sonrisillas nerviosas.
Pues bien. Todo se dilucidó de la siguiente manera. Una de las viejecillas que iba sentada adelante, se percató que estaba llegando a destino y le pidió al amable chofer que se detuviera en el paradero siguiente. El hombre, sonriente y ufano, le respondió: -“Con todo gusto, mi querida señora”. Y cuando el microbús se detuvo, la mujer se volteó para mirarlo con una fijeza extraña y luego, con una voz que delataba su desconcierto, le preguntó: -“¿Por qué es usted así?” “¿Por qué nos hace esto?”
Y a todos nos sobrecogió el retintín de esas palabras, que eran las mismas que pugnaban por escapar de los labios de cada uno…
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