Ella creía que lo conocía. Se consideraba capaz de leer los sutiles mensajes que él le enviaba. Ella le quería y, estaba convencida, de que él también la quería. A su modo. Con una pasión desmedida, pero de una forma totalmente sincera.

Al principio la ternura parecía desbordar por las ventanas de aquella casa de paredes blancas y ventanas llenas de geranios. Él siempre quería estar con ella. Eran como esos pájaros inseparables que no pueden vivir el uno sin el otro. Así era para ella. Pero también estaba segura de que así era para él.

Con el tiempo ella lo sentía más lejos. Él salía más, llegaba más tarde a casa. Pero ¿ no es eso lo que pasa en todos los matrimonios? Muchas veces rezaba porque le dedicará un poco de atención, aunque fuera a gritos, aunque los golpes cayeran uno tras otro como una cascada de agua hacía el fondo del desfiladero.

Algunos le decían que no podía seguir así. Que eso no era vida. Pero ella vivía solo por los momentos de calma tras la tempestad, de ternura tras la tormenta. Poco a poco pasaban los días hasta que, al fin, una noche que todo se repitió, ella no pudo más y, cerrando los ojos, emprendió la huida hacía aquel lugar donde el dolor ya no se siente, donde ya no se llora nunca mas.