“¡Un trabajo bien hecho, no admite reclamación!”, pensó John, cuando con una cuchara de albañil en la mano buscaba un ratón muerto.
Este dicho le recordó, cuando él apenas de dieciséis años, empezó a trabajar de media cuchara en la compañía constructora Su Casa, donde su primer jefe, el maestro albañil que lo instruyó, no dejaba de repetirlo.
Si hubieran arreglado como se debe el cuarto de baño que revisaba, no tendría el problema que lo ocupaba y que le hizo exclamar:
— ¡Este baño es una porquería!, debajo del piso donde están mal puestos los ladrillos que lo forman, debe estar el maldito ratón.
John no podía dar crédito a su buena suerte, conseguir un departamento situado en la colonia Narvarte de la capital a una renta muy económica y además en el primer piso del edificio de departamentos; muy amplio, con tres recámaras, aunque con algunos inconvenientes, como bien se lo hizo notar Doris, su mujer, cuando lo vio; el primer comentario de ella al entrar al baño fue: “esto huele a ratón muerto”.
Pero me estoy adelantando a la historia, que comenzó en un rincón de provincia, donde John, que no daba una en la escuela y por lo mismo después de su fracaso escolar, entró a trabajar en la compañía constructora Su Casa. Ahí, a base de esfuerzo, subió de categoría.
John de su trabajo, tenía recuerdos agradables de la camaradería de los primeros años, con sus compañeros de labor: tomar cerveza, después de rayar los sábados, las bromas y las risas.
Todo lo anterior acabó, cuando en su camino se le cruzó un par de ojitos pizpiretos, con los que se caso y que la dueña de los mismos, ahora, era madre de sus dos hijos: un jovencito en sexto de primaria y su nena, su consentida, en la secundaria (no recordaba en que año).
El hermano de John y la esposa de éste, sus compadres, vivían en la capital. Ellos, en sus vacaciones, dejaban la contaminada ciudad de México con sus ruidos y aglomeraciones, para visitar la pacífica provincia, donde eran bien recibidos por John y su mujer. Tanto él como Doris, se esmeraban en atender a sus sagrados compadres y los compadres como buenos capitalinos se daban por bien servidos, pero eso si, al despedirse no dejaban de decirles: “ya saben compadres cuando se den una vuelta por la capital, ahí tienen su casa, con toda confianza por el tiempo que quieran; será un honor para nosotros que hagan uso de su casa”.
En la empresa, donde John tenía el puesto de maestro contratista, además de ser la mano derecha del ingeniero, gerente de la misma, se dio aviso a todos los trabajadores que se abrían nuevas oficinas en la capital y se cerraban las de provincia por falta de contratos. En la capital, por su rápido crecimiento, se necesitaba mucha mano de obra.
A John le ofrecieron un aumento de sueldo y desde luego las oportunidades de prosperar. Lleno de ilusión, él, le dijo a Doris: “iremos con los compadres, ya vez que siempre nos han ofrecido su casa, mientras nos acomodamos, ¡y veraz que nos vamos para arriba!”
Doris no estaba muy convencida, quizá por miedo a lo desconocido o porque sospechaba de lo pavoroso que podría ser la capital. Sus premoniciones se hicieron realidad. El sueldo sería bueno para la provincia, pero en la capital no alcanzaba. Y el eterno peregrinar para conseguir un departamento, ni pensar en una casa, ¡les pedían miles de requisitos!, todos los departamentos, incluso los más pequeños, eran muy caros, fuera de sus posibilidades. Mientras, el tiempo pasaba, junto con el molestar de los compadres.
Por eso cuando, don Sebas, le ofreció a John un departamento con renta muy baja y casi sin requisitos, lo tomó de inmediato, con la condición de que él se encargaría de los detalles que el deterioro del tiempo había causado, aunque don Sebas le había dicho: “el baño ya fue reparado sólo quedó incompleto el piso”.
Don Sebas rentaba el departamento, porque éste le traía malos recuerdos, ya que su mujer se le había juido hacía tres meses con un fulano; además se llevó una maleta de lujo samsonaite, la ropa de ella y lo peor: la lana producto de los ahorros del matrimonio.
Don Sebas puso una demanda por abandono de hogar y robo en la novena delegación de policía, pero la investigación estaba en stand by, porque no se había mochado con unos billetes para los gastos de la investigación.
A John, le dijeron los ocupantes de los departamentos vecinos: “que la esposa de don Sebas, había sido alegre, resbalosa y muy ligera de cascos”. Al pobre de don Sebas lo bautizaron como: don Sebas el cornudo.
Otro motivo para alquilar pronto el departamento: era que John y su hermano no se dirigían la palabra, la esposa del hermano de John mantenía la comunicación y ya no trataba de compadre a John, ella les dio el plazo perentorio de siete días para que se fueran. Razón de más, para tomar rentado el departamento de don Sebas; tenía siete días para acondicionar el departamento y mudar a la familia.
Así las cosas, John, en el departamento alquilado buscó en el baño, donde podría estar el ratón muerto producto de la peste. Como buen trabajador procedió con orden y método a su quehacer. ¡Cuántas cosas encontró!:
Ladrillos mal puestos, piedras colocadas al aventón, tierra suelta no compactada; dos ratas enormes vivas, una valija samsonaite; a la esposa juida en estado de descomposición con un nauseabundo olor. Desde luego nada de la lana desaparecida.
John se asustó, sudó frio, con la mente en blanco, salió apresuradamente del departamento, rumbo a la novena delegación de policía, que quedaba a dos cuadras. Al principio corría, después aminoró el paso y cincuenta metros antes de llegar, se paró por completo y se dijo: “¡A ver! Piénsalo bien” y en voz baja murmuró:
— Llevamos dos años en la casa de mi hermano, todos ya estamos hartos, es difícil conseguir donde vivir en esta maldita ciudad y más con mi sueldo. El departamento es amplio y cómodo, hasta cochera cubierta tiene para mi carcacha. Además tengo siete días para arreglar los detalles —después de este diálogo en voz muy baja, regresó rápidamente al departamento.
Con un pañuelo en la boca, haciendo de tripas corazón, empezó a trabajar. Se proveyó de los materiales que iba a usar, como: tierra, cemento y otros materiales, que le llevaron en un camión de la compañía donde trabajaba.
Se dio cuenta que el baño había tenido una fuga de agua, ésta en lugar de correr horizontalmente, se fue hacia abajo siguiendo la ley de la gravedad y formó un enorme pozo.
Los trabajadores de don Sebas arreglaron la fuga, pero no taparon bien el pozo. Don Sebas usó este pozo para poner en él, a su alegre media costilla, después de que le dio matarile, de seguro la ahorcó, pues a pesar del estado de descomposición de la muerta, John no le encontró heridas.
John tenía que hacer el arreglo bien hecho. Limpió prolijamente el agujero, en el fondo del mismo, fabricó una especie de cama de ladrillos, los recubrió con un poco de cemento. Ahí puso a la difunta y piadosamente le juntó sus gelatinosas manos sobre el pecho, después a manera de sudario la cubrió con cemento de manera adecuada.
Y mientras se secaba el cemento, dado que ya era de noche, limpió la maleta samsonaite, acomodó dentro de ella correctamente la ropa de la muerta. Salió del departamento con la valija, se dirigió a una terminal de autobuses de segunda que salían a Pachuca. Ahí en un descuido de él, le robaron la samsonaite.
De vuelta en el departamento, ya que el cemento estuvo seco, rellenó con tierra lo que quedaba del agujero, la tierra fue apisonada correctamente. Toda la noche trabajo. Al clarear el día, vio con satisfacción que había desaparecido el olor y no quedaban huellas de la difunta.
En la mañana del segundo día, sin haber dormido, pues la excitación y el trabajo le habían ahuyentado el sueño, se dedicó a conseguir quien lo ayudara con el arreglo del baño.
¡Qué trabajo tan bueno hicieron!, el baño quedó muy elegante todo cubierto de mosaico. El arreglo del resto del departamento no desmerecía para nada y todo esto en cinco días, así que, hasta le sobró un día, para cambiarse de casa.
“Dios castiga, pero no ahorca”, pensó feliz. Tenía un departamento con renta cómoda, por mucho, muchísimo tiempo…
Como buen católico, John fue a ponerle una veladora a la difunta para descanso de su alma, en la iglesia más cercana al departamento. Esta acción la repitió cada mes en el recinto parroquial, donde el párroco y él iniciaron una amistad e hizo trabajos de albañilería gratis a la iglesia.
Sus hijos al fin tenían un hogar, su hermano ya le hablaba y su cuñada lo volvió a tratar de compadre de una manera cálida. Pero lo que más contento lo ponía, era ver la cara de felicidad de Doris al usar el lujoso baño. Afortunadamente, ella, nunca se enteraría de que el baño, era además, el mausoleo de la difuntita.
Sin ningún género de duda, feliz exclamó:
— ¡Trabajo bien hecho no admite reclamación!
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