He agarrado al costumbre de treparme a los tejados, terrazas y azoteas de las casas para llegar al encuentro de mis furtivos amores.
La adrenalina me fluye cuando siento el desafío de conquistar a mi presa atravesando las vallas de los centinelas gruñones que celosamente cuidan la virginidad de su ninfa.
Desplegando todos mis encantos, poco a poco, pacientemente, busco la manera de convencer a la joven de que me permita la entrada a su lecho, prometiéndole amor eterno y un sinfín de mentiras que embaucan su alma. El día que sus ojos ingenuos asienten y un hilo de tímida voz aprueba mi propuesta me siento victorioso con la primer meta lograda. La emoción de la transgresión me enciende aún más.
No puedo controlar la ebullición hormonal que se produce en mi cuerpo cuando pienso en la tersura de la piel y los labios carnosos que deseo locamente. Espero la noche con ansiedad para llevar a cabo el plan construido entre los dos, atendiendo a los mínimos detalles para no ser descubiertos.
Me preparo para el ataque sutil, como el lobo con la piel de cordero, y aguardo inquieto pero esperanzado.
Desde la vereda de enfrente, espero sigilosamente el momento de la noche en que se apaga la última luz de la casa. Me siento como un enérgico, fuerte y ágil felino, agazapado, atento, pronto para la caza. El timbre del celular sonará una vez, como fue planeado, para anunciarme el campo despejado.
Emprendo la aventura, trepo muros y escalo paredes hasta llegar a la terraza que me permitirá acceder al territorio prohibido. La puerta destrabada me confirma la complicidad de quien me espera silenciosa y deseosa del otro lado, en su lecho de niña, esperando el momento de entrega para aprender a ser mujer. Repaso mentalmente el plano dibujado por ella en una servilleta de papel en la cafetería del liceo y recorro el camino a oscuras, tanteando las paredes para asegurar mi paso.
Su mano alcanza la mía y me acerca a ella. Nos fundimos en un beso, nos amamos silenciando los gemidos para no ser descubiertos, nos abrazamos bajo las cobijas tibias por el calor expedido por nuestros cuerpos sudorosos y ella suspira. Yo cierro los ojos y sonrío. Beso su mejilla y me despido.
Con cautela, vuelvo sobre mis pasos hasta la salida secreta sin dejar evidencias de mi presencia nocturna. Todos duermen apaciblemente.
La luna me espera afuera, vigilante y serena. Le guiño un ojo y complacido regreso solo, a mi cama de soltero, sintiéndome un triunfante Don Juan que una vez más cumplió su misión.
Otras noches, otras terrazas, me esperan, para llevarme a los brazos de nuevas presas que seguramente abandonaré al pasar, esperando encontrar algún día a la mujer que realmente me haga vibrar.
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