A las 11 de la mañana salió ese día del trabajo. Un poco hambriento, y extenuado, se detuvo a comprar una arepa en uno de esos no escasos carritos ambulantes que perfuman de hambre las calles, rodeados de uno que otro indigente, de perros hambrientos con la cola agachada y el hocico clavado en las sobras que encuentran en el suelo, de servilletas fuera de la basura y de un vaivén invariable de brazos estirados recibiendo y pagando la masa a engullir. Un día soleado, como cualquiera de los otros días en su pueblo durante el mes de Junio y no mucho por hacer ya que tendría unas cuantas horas de descanso antes de retomar sus labores en la empresa de colchones donde permanecería de cuatro a nueve de la noche recortando espumas, forrando y luego clasificando el producto por tamaño y calidad.
Veintinueve años viviendo allí, y el lugar no parecía haber cambiado mucho desde que las palmas del parque principal lo vieron dar sus primeros pasos. Agotado y atraído por las sillas del parque de su pueblo, decidió sentarse mientras las nubes jugaban con el sol, en ese pestañeo dónde el sol resplandece, y un segundo después, asoma una sombra parcial seguida por sol y nuevamente nubes. Además de la tiniebla ocular que aquello le ocasionaba, Orlando mordisqueaba su arepa, que ahora impregnaba de aceite la servilleta que la sostenía.
Comenzó a percibir un indiscutible vacío al ver ante sus ojos a aquel hombre que años atrás fue conocido en su pueblo como un gran granjero; quien ahora no era más que un montón de huesos y un saco desgastado, sentado en la esquina de la farmacia, fumando colillas de cigarrillo y haciéndole antesala a la muerte. El desasosiego y la aflicción tomaron de repente a Orlando, lo sorprendieron en su estado de indestructible quietud mientras su mediocre existencia lo devoraba frugalmente entregándole –a mordiscos- escenas de lo que le deparaba su estéril vejez.
Con cierta nostalgia, se identificó en los ojos de aquél viejo en la esquina. Hoy era aquél viejo granjero, mañana sería él, las historias se repetían mientras que el destino se burlaba cautelosamente de ellos sin importar oficio. Notario, panadero, alcalde, barrendero, tendera, da lo mismo, si al fin y al cabo toda actividad está encerrada en esto que se domina como existencia. Una infancia más o menos modesta, un estudio limitado y ciego al mismo tiempo por las ideas escolares o universitarias impuestas por unos estándares a seguir de un gobierno sin identidad, un trabajo de medio tiempo, una fiesta de vez en cuando, un matrimonio, dos hijos, un lote, familiares buitres y voilà la biografía de cualquiera de los de su pueblo, poniéndoseles el nombre que se desee; Tomas, Doris, Hortensia, Wilson…
Orlando se hartó en aquel momento de todo lo que lo rodeaba, maldijo sus días saturados de ignorancia y pereza, el tiempo que despilfarró detrás de una botella, el tiempo que malgastó con sus amigos, quienes siempre vendrían a recitar las mismas penas de amor y los mismos cuentos, la ropa sucia todos los días, la mala comida y la melodía, que sobre su cama hacían los huesos de mujeres sin nombre cuya tarifa pagaba para enjuagar su cotidianidad por un rato.
Su mirada se colmo de temor , se puso de pie, y fue a purgar su confusión caminando, sin saber a dónde, - cómo si alguna vez lo hubiese sabido- fingió interés en el aviso de la funeraria para evitar saludar a su prima Luz, quien lo saludaría con un –cómo- vas” . Como si uno pudiese decirle a todo el que pasa como está realmente, perdiendo desmesuradamente el tiempo con alguien que no ve sino hasta donde le llega la punta de la nariz. Afortunadamente la prima Luz no se percató de su presencia, salvándose de la respuesta condicionada del –bien- y- qué- has- hecho?”
Gente hacinada en el puesto de salud, niños vendiendo dulces en la calles, largas filas de pensionados en los bancos de su pueblo, familias desahuciadas, tendidas en el suelo, niños andrajosos con miradas inciertas, sosteniendo carteles sucios y pidiendo ayuda, un hombre haciendo piruetas con unas pelotas en el semáforo, era eso lo que ahora llaman desarrollo cultural y social?. Pero no era fácil ser una historia diferente mientras la impotencia y la futilidad guiaran su vida. Esa mañana Orlando renegó no solo contra su propia existencia sino en contra de las migajas con las que la gente se había acostumbrado a ver llegar el sol cada día.
Pero como las ideas existencialistas, son herejes e indiscutibles en ese pueblo donde el progreso depende de la fe, Orlando se persignó pidiendo perdón por su falta de devoción, se puso el sacó, guardó la servilleta en su bolsillo, respiró y con un sorbo de aire retornó al trabajo.
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