Desperté en la habitación azul tiritando.
Cada vez era más clara la noche y cada vez el perro que tenía delante se parecía más a un hombre viejo y peludo. Yacer así. Como el perro, como la luna, como nada en concreto pero yaciendo sin nada que hacer, observando el esclarecer de la noche, el desoscurecer del día.
Ahí sentada pensaba en todo aquello en lo que no quería pensar nunca, en lo que siempre le negaba la entrada, le pedía permiso y a la vez disculpas por el rechazo. El perro de delante miraba en la misma dirección que yo, pero seguro en su mente no había prohibiciones de ese tipo, ni de ningún otro, supongo.
El frío conserva. Eso decían los abuelos. Pero yo habría pagado por quitarme de encima ese frío que calaba en los huesos, que humedecía el pensamiento, que entrecortaba la respiración. De la boca del perro salían nubes de vapor. El frío mata, hiere, pincha, la cabeza duele como a golpes.
Todo lo de delante, incluido el perro, era azul. Azul mañanoso. Como transparente. Lo azul me acariciaba los párpados, mojaba mis pies y silbaba en mis orejas. El perro azul abrió el hocico pero no emitió ningún sonido. Yo, en cambio, aullé, con los labios en forma de o pequeña, con la cabeza reclinada hacia atrás. Aullé en un cántico tenebroso hacia lo azul.
Desperté en la habitación naranja empapada en sudor.
Cada vez el sol estaba más alto y el perro de delante tenía un cierto parecido al vecino de delante. Husmear así. Como el hocico del perro, como el día, yo husmeaba sin demasiado interés, oliendo el despertar del día, el desadormecerse de la mañana.
Husmeaba en lo más recóndito de mi pensamiento, en el inconsciente ir y venir de algo que no entendí. El perro de delante me husmeó a mí, pero seguro yo no formaba parte del ir y venir de su inconsciente, ni tendría inconsciente, supongo.
El calor mata. Eso lo sabe todo el mundo. Acaba con todos los fluidos, ahoga, ensueña. La lengua del perro colgaba larga y rosada y de ella caían unos hilillos de baba. El calor ensancha, estalla, las mejillas duelen.
Todo lo de delante, incluido el perro, era naranja. Naranja veraniego. Como denso. Lo naranja se apoyaba en mis hombros, me llenaba la boca, bañaba mis cabellos. El perro naranja levantó la pata trasera pero no emitió ningún fluido. Yo, en cambio, meé, con las piernas flexionadas, y el cuerpo hacia delante. Meé en un cántico íntimo hacia lo naranja.
Desperté en la habitación blanca indiferente.
Cada vez el día era más noche y el perro de delante tenía un cierto parecido a mí. Gritar así. Como los ojos del perro, como la luz, yo gritaba sin mucha atención, gritándole al vivir de lo oscuro, al desmorir de la noche.
Gritaba por todo lo que quería que surgiera, por lo que no quería conservar. El perro de delante gritaba con mi misma voz, pero seguro sus gritos no iban dirigidos a nadie, ni significarían nada, supongo.
La indiferencia duele. Eso decían los vengadores. Desorienta la mirada, intimida la boca abierta. La cola del perro reposaba inerte en un rincón. La indiferencia pudre la conciencia, los ojos escuecen como mojados.
Todo lo de delante, incluido el perro, era blanco. Blanco harinoso. Como polvoriento. Lo blanco me estornudaba la nariz, descolgaba mis ropas, me cerraba los puños. El perro blanco levantó las orejas pero no oyó nada. Yo, en cambio, escuché, con la cabeza ladeada y el cuerpo expectante. Escuché en un cántico desesperado hacia lo blanco.
Desperté en la habitación negra muerta.
Cada vez había menos noche de día y menos día de noche, y el perro de delante se parecía a un perro. Morir así. Como el perro, como las cosas, yo moría sin mucha trascendencia, muriéndole al desaparecer del día, a la no apariencia de la noche.
Moría en un desasosiego pausado, sin mente. El perro de delante agonizaba conmigo, pero seguro sus últimos pensamientos no tendrían dirección, ni serían pensamientos, supongo.
La muerte sucede. Eso lo teme todo el mundo. Pero yo no habría dado nada por evitar lo que nada regala, trivializa los errores, define los modos. Los ojos del perro miraban al cielo. La muerte interrumpe, quita, entroniza.
Todo lo de delante, incluido el perro, era negro. Negro trasnochado. Como humeante. Lo negro me cubría las manos, arañaba mi espalda, rozaba lentamente mi sexo. El perro negro se incorporó pero no tomó ningún camino. Yo, en cambio, me marché, con los brazos alzados y la cabeza recta. Me marché en un cántico honesto hacia lo negro.
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