Ilana Mar lava el pocillo de la oreja azul, se le resbala de las manos al escuchar el timbre de un mensaje nuevo en su lap. Choca contra la olla a presión y la arrocera. Queda intacto. Lo deja y se acerca a la brillante pantalla. No es el mensaje que ella esperaba. Deja la computadora y vuelve al lavaplatos. El pocillo azul aún parece escucharla.
Ilana Mar tiene manos de vieja y mente de niña. Su madre trabajó como muchacha del servicio durante mucho tiempo. Tiene unas manos parecidas a las de su madre, sólo que las de ella no tienen ese tono rojizo del desgaste extremo. Mucho tiempo la acompaño a las casas elegantes en las que vivía durante semanas bajo su sombra. Casi invisible. No conocía el orgullo como los demás si no como ella se lo había enseñado. Uno que no se regodeaba de la vanidad, ni de la admiración de los otros. Su orgullo radicaba en su fuerza, en su valor, en su valentía. Un orgullo que le permitía siempre pedir lo que quería una, dos y más veces, hasta que lo conseguía. Todo se trataba de ganar. De recibir el placer que la devolvía al terreno de lucha, al impulso salvaje e innato de la competencia. A ser ganadora.
Cuando lo vio esa noche, medía cada gesto, cada mirada. Un animal en celo frente a otro con hambre. Una lucha silenciosa se desplegó sobre la mesa y se fue volviendo mordaz a través de cada botella. Imaginaba cómo sería oler el miedo en cada poro de su piel, lamer el gozo en cada sombra de su cuerpo, degustar el placer en cada pensamiento oscuro y sucio de su mente. Las tontas palabras no alcanzaban a saltar las vallas que los separaban a cada uno en su celda. Sus ojos, eran ojos de animal enjaulado. No quedaba más que seguir tomando.
El reto consistía en despertar la ansiedad del otro. Él empezó a mover su pierna con desespero, esperando algo que no llegaba. Ilana Mar se levantó, pidió un cigarrillo y salió a fumarlo. Dio dos caladas al cigarro y lo dejó. Volvió a la mesa y supo que había sido vencida. Su única ventaja era que él aún no lo había descubierto. Su verdugo la miraba sin saber que entre sus piernas latía el látigo que acabaría azotándola de placer sobre su cama.
- ¿Vamos? – preguntó ella – parece que de acá ya nos echan.
- Como quieras…
- ¿No tienes un porro en tu casa? Me gustaría fumar algo antes
- Creo que si, me quedan algunas patas, ¿vamos?
- Bien, vamos
Fumaron sin prisa. Lentamente se acercaron el uno al otro. Los labios de Ilana Mar acariciaron el rostro del hombre al que creyó amar. La punta de su lengua se detenía en la húmeda abertura de su boca y paseaba resbalando entre sus labios. Todos sus movimientos, aunque voluntarios, estaban lejos de ser planeados. Nada pensaba más que en la posibilidad que se le estaba presentando. El éxtasis le palpitaba en las yemas de los dedos y en el iris de sus ojos. La velocidad de sus movimientos estaba regida por el tiempo y éste pasaba tardo. Cada gesto se le quedaba grabado en la retina durante fracciones de segundo. Retiró con cariño hasta sus medias sudorosas y cuando lo tuvo frente a sí admiró con profunda reverencia el miembro que se le entregaba. Abrió la boca y se lo tragó entero. Su pene estaba erecto y crecía. Le pidió que se recostara o mejor, lo llevó hacia su lado y lo acostó. Cambió, cambiaron de posición varias veces. Ilana Mar gimió, se retorció, dijo palabras silenciosas, suspiró y aspiró. Demostrándole a él que sus esfuerzos no eran en vano. Y se vino. Se unió a la energía que vibra en el aire. Esa energía pura que nos contiene y nos devora. La liberación completa la acogió. Un olvido perverso se apoderó de todo. Hasta de ella misma. Fue devorada y se entregó con las piernas bien abiertas.
Luego descansó. Ya no había retorno. Y él volvió a acariciarla, a excitarla, a recordarle cómo vibran las cosas en el aire. Entonces, ella le permitió entrar otra vez en su cuerpo sin protección alguna. Y la cagó, porque se desconectó de todo y sólo una profunda tristeza la invadió mientras él preguntaba ¿adentro? Y ella gemía que sí que ya.
- Fóllate a tu putita, lléname toda.
Palabras que repitió de él, después de habérselas enseñado. Y cuando su cuerpo se derrumbaba y temblaba sobre el suyo. Se dio cuenta que había sido derrotada y que temblaba derrumbada su propia alma dentro de sí. Mientras él descargaba su semen dentro de las sonrosadas paredes de su cuerpo. Ella dejaba derramar cristalinas lágrimas sobre la almohada verde entre las paredes blancas de su estúpida habitación.
No se daba cuenta de nada. Sólo la oreja azul parecía escucharla. Ya en la mañana lavando la loza del día anterior, vistiendo su esqueleto azul y los pantis blancos de puntitos negros, le estaba esperando. Y esa, era realmente su pérdida. Esperar. Esperar era su única costumbre. Nada seguía con más disciplina que ese comportamiento. Esperar.
No podía llorar porque no era una nena, nunca lo había sido y sin embargo una tristeza profunda la condenaba al vacío. Se sentía tan sola que las lágrimas no hubieran sido suficiente consuelo. No había que pensar en nada más.
Un mes después, en la mañana, lo llamó, pero el celular sonó y sonó y nadie contestó. Tuvo que ir a buscarlo. Habría deseado que las cosas no fueran así. Caminó durante largo tiempo, pero no avanzó más de lo necesario, su temporal cojera no le permitía llegar a ningún lugar. El músculo se había retraído tanto que levantarse después de una caída no era ya siquiera un aliento para seguir adelante. Si caía, levantarse hubiera sido más doloroso que la caída misma. Medía cada paso con tesón y empeño. No quería soportar más el dolor, pero tampoco quería ser testigo de unas lágrimas que no harían más que demostrarle que había sido derrotada.
Totalmente entregada. |