“¡Por Dios, qué aburrimiento!”, pensé en una de mis tardes de hastío, cuando yo, un jubilado de mediana edad, no tenía nada que hacer. Había pasado treinta años de mi vida ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno y por culpa del sindicato me vi forzado a pedir mi jubilación por años de servicio pues, ¡háganme el favor!, necesitaban mi plaza de trabajo.
Mi experiencia adquirida en el manejo de las estadísticas, me había mostrado que la infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales… ni uno más, eso es por seguro: la falta de dinero, la falta de salud, el tedio, las mujeres que sufren por causa del marido y al revés los hombres que sufren a causa de sus mujeres.
¿Y por qué me sentía yo tan infeliz? ¿Cuando mi salud era buena? La respuesta a estas dos preguntas era: por falta de dinero, pues tenía poco dinero de mi jubilación, además, vivía en mi pequeña casa de interés social en Monterrey, Nuevo León.
La casa la había tenido que pagar durante veinte años y me convirtió en un excelente albañil, pues siempre había reparaciones que hacerle, debido a la pésima calidad de los materiales con que fue construida.
Mi única hija, también por falta de dinero, la tenía de visita permanente en mi casa con sus dos hijos escolares, que eran una amenaza para mi tranquilidad, su suegra y el holgazán de su marido.
La otra causa de mi infelicidad, era que aparte de molestar a mi mujer con mis continuas quejas, no tenía en que ocuparme.
Esa tarde del mes de agosto, en que me sentía como un gusano, recibí una llamada telefónica de Atlixco, Puebla, donde me avisaba un primo lejano, que mi único tío, hermano de mi difunto papá, había fallecido y me dejó de herencia la casa familiar cerca del zócalo de la ciudad de Atlixco.
Desde luego, de inmediato, mi mujer y yo, nos trasladamos a la risueña ciudad de Atlixco a treinta quilómetros de la señorial ciudad de Puebla. No tengo palabras para describir el agradable clima que hay en Atlixco en agosto, en contraste con el horno que es Monterrey.
La casa que me habían dejado, la mandó construir mi abuelito con un patio central enorme y alrededor de él, estaban colocados todos los cuartos.
Mi abuelo que por cierto no conocí, pero que mi padre me contaba mucho de él, fue un señor muy católico, que todas las tardes acudía a la iglesia San Agustín en el centro de Atlixco a rezar el rosario con todos sus misterios; por lo que tenía aburrida a su esposa con su puritanismo, una causa de infelicidad, al grado que su mujer se le fue con un cirquero, de un circo de mala muerte que llegó a Atlixco.
Igualmente mi abuelo aburrió a sus dos hijos: mi padre y mi recién fallecido tío. Su hijo mayor, mi padre, se hizo masón en franca rebeldía a la mocheria de su papá y de trabajo en trabajo llegó a Monterrey, donde yo nací, fui su único hijo; mi madre falleció joven y mucho tiempo después del deceso de mi madre, murió mi papá.
En Atlixco, sólo quedaron en la casa que ya era mía, mi abuelo, que murió viejo, y mi tío que nunca se casó; según lenguas viperinas del pueblo fue maricón.
La casa estaba deteriorada, pero tenía dos habitaciones habitables donde vivió el tío, que aprovechamos mi mujer y yo.
En Atlixco es fácil relacionarse con la gente. En el bar del Hotel Balmori, en pleno zócalo, yo compartía el aperitivo todos los días, con mis nuevos amigos: un cínico médico, un piadoso sacerdote católico, un descreído boticario y un pomposo abogado. Lo que teníamos todos en común, era nuestra afición por el trago y las canciones románticas que por una moneda tocaba la rokola del lugar.
Con mis conocimientos de albañil y con la ayuda de don Beto, un maestro de obras borrachín que por causa de su vicio no le daban trabajo, me puse a remodelar la casa, pues tanto mi esposa como yo, estábamos hartos de vivir amontonados en Monterrey y de aguantar a mis nietos, consuegra y al flojonazo de mi yerno. Le dejaríamos la casa de interés social a mi hija y nosotros en Atlixco, pensábamos en abrir una casa de huéspedes, pues la casa que me dejaron era bastante amplia.
¡Cuanta ilusión, cuando empezamos la remodelación! Ya no estaba aburrido; en las mañanas era cuando trabajábamos, pues al llegar la hora del amigo a las doce del día, yo me iba con mis amigos al Balmori y Don Beto a la pulquería éntrale en ayunas a tomarse sus pulques.
Una mañana al empezar a trabajar, Don Beto tumbaba una pared de adobe, cuando me llamó a gritos muy apurado: “Patrón, venga a ver lo que me encontré”. Como la casa era vieja, pensé en un tesoro y que acudo presuroso.
¡Sorpresa!, encontramos a mi abuelita. ¡Claro!, sus puros huesos, pero bien conservados.
El ca… de mi abuelo le había dado chicharrón a su mujer, cuando ella le puso los cuernos con el cirquero; una de las cinco causas de infelicidad.
¡Vaya problema existencial que tenía!, ¡cómo me sirvió ser experto en estadísticas!
Con buen sentido común, llegué a la conclusión: que de tantos crímenes ignorados y no resueltos, ¡uno más no tendría ninguna importancia!
Mi amigo, el médico, regaló los huesos a la Facultad de Medicina de la Ciudad de Puebla, donde por estar completos y en buen estado, se pudo armar el esqueleto. Y éste actualmente preside en el salón de clases de anatomía las conferencias que ahí se dan.
¡Mi abuelita asiste a la Universidad!
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