Y bajó Jesús de la cruz, arrancando de su cuerpo los clavos y amarras que lo tenían atado a ella. Limpiándose un poco las heridas, recogió una sábana para vestirse y comenzó a vagar por el mundo, buscando indicios de sus enseñanzas en los hombres. Vagó por miles de años, recorriendo el mundo una y otra vez, escuchando las doctrinas y palabras que nacían de las bocas de miles de personas. Entró a todos los templos, vio todas las imágenes donde Él aún estaba crucificado y recorrió todos los caminos que llevaban a las distintas iglesias. Notó que muchos usaban su nombre para distintos propósitos; algunos para asesinar y justificar la muerte, otros para sanar y lucrar con ello, vistiendo lujosos atuendos de piel y oro. Vio que varios usurparon su identidad y decían venir a salvar al mundo de la desgracia, predicando una extraña verdad que jamás salió de sus labios. Ya cansado, Jesús se sentó en una esquina alejada de tanto bullicio y maldad. Comprendió con tristeza que nadie le recordaba, que su sacrificio tal vez había sido en vano. De pronto, se acercó a Él un perro vagabundo, ya viejo y enfermo que cojeaba por haber sido atropellado. Jesús lo tomó y lo acarició con cuidado, vendando su pie con la sábana que vestía su cuerpo. Él era ignorado, al igual que aquel perro…
Y muchas personas pasaron junto a Jesús, arrojándole monedas, pensando que era un vagabundo…
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