Aunque muy antiguo, el tren avanza a gran velocidad. Cuando entra al túnel el golpeteo metálico de las ruedas contra los rieles es ensordecedor. Cada tanto me asomo a una ventana y puedo ver los chispazos que, como relámpagos nocturnos, iluminan la negrura del túnel.
No puedo hacer otra cosa que caminar. El tren va lleno y yo voy de vagón en vagón. Las paredes de madera color verde esmeralda dejaron de reflejar la luz del brillante atardecer. Alguien prendió unos focos amarillentos, de vidrio arenado, descuidados, sucios de caca de mosca. Siempre me gustó viajar en trenes antiguos. Aunque los sé incómodos para trayectos como éste, me encantan sus asientos de finas varillas de madera barnizada y sus patas y posabrazos de hierro forjado.
Sigo caminando, recorriendo vagones; en algunos se me hace difícil avanzar porque hay mucha gente sentada en el suelo. Unos cuantos juegan a las cartas. También hay otros que duermen en los guardabultos de hierro, como si fueran literas de un inmenso camarote. Tengo la sensación de que los conozco a todos.
También a él lo reconozco. Lo examino detenidamente, es tan tan bonito. Tiene cara de gato, o mejor de tigre. Lo imagino salvaje. Sus ojos verde miel parecen adivinar todas mis fantasías del momento. Instintivamente bajo la vista, pero no puedo evitar sonreírme.
Sigo adelante, en busca de un espacio en que acomodar mi humanidad cansada de la larga caminata del día. A un costado una pareja se besa efusivamente. Quedo parada, prendada, mirándolos hasta que se dan cuenta. Avergonzada sigo.
El vagón siguiente está pintado de color ámbar y los artefactos eléctricos son levemente distintos, aunque están igualmente sucios. Originariamente debió pertenecer a otro tren, pienso. Va más vacío. Me sorprendo al encontrar a la pareja del vagón anterior. Van sentados, serios, muy serios. Él lee un libro y ella mira por la ventana como viaja el paisaje a toda velocidad. Debo estar confundida.
Camino y camino. Sigo encontrando caras que me parecen ya vistas hasta que topo con mi Sandokán: el gatito de ojos verdes y perita castaña. Se me aflojan las rodillas, sonrío como una tonta. Veo que me habla pero no logro escucharlo.
De golpe me tenso porque acabo de comprenderlo todo: la tanta gente conocida, el tren que nunca acabo de recorrer, el paisaje interminablemente despoblado, el destino al que jamás llegamos.
Empiezo a correr, pero en sentido inverso, buscando a mis pares, los únicos. Paso los vagones avisando: “corran la voz, hay gente repetida”. Sigo apurada, dejando caos de pánico atrás. No hay tiempo que perder.
Entro a un vagón que me sorprende. Las paredes verde esmeralda reflejan la luz del brillante atardecer. La gente ya enloquecida grita, sacudiéndose unos a otros como si fueran prendas de ropa a tender. Dificultosamente trato de esquivarlos y seguir. Hasta que choco.
Conmigo.
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