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El Sueño



En la casa éramos cinco, Jóse, Carlos, Igna, Fede y yo. Además de nosotros, también estaban los monos. Carlos era de Panamá, grandote, siempre bien predisupuesto aunque a veces poco comunicativo, y fue la persona a la que primero recurrí cuando supe lo de la mona. La casa en realidad no era tal, al menos no como uno suele quizás concebir las casas. Teníamos sí varios ambientes y una entrada principal, pero fuera de eso se trataba más bien de una caverna. Una caverna de lo más acogedora, eso sí. Algunas paredes eran blancas y de material, mientras que otras eran de roca viva, con las formas típicas y los vericuetos que generan los milenios de erosión y desgaste. Esta roca me llamaba mucho la atención, pues era de un rojo muy intenso, irreal, un rojo fantástico plagado de pequeños cristales que siempre brillaban cuando uno los veía con el cuidado necesario como para reparar en ellos. Mi pieza tenía los dos tipos de paredes. La pared sobre la cual se hallaba mi cama era la única pared de material y tenía unas ventanas en la parte de arriba por las cuales entraba muchísima luz, lo cual siempre me llamaba la atención pues si uno veía el resto de la pieza daba la impresión de estar en una cueva lejos del alcance de los rayos solares. Mi cama era una emarginación de la pared sobre la cual reposaba un rahído colchón. Por debajo de esta emarginación había una pequeña caverna, disimulada con cortinas color crema, de paredes grises, iluminadas por un foquito que pendía del piso de mi cama. Aquí mismo era donde la mona había ido escondiendo todos sus botines, pero claro, al principio nosotros no lo sabíamos.


Primero habían sido los tenedores. Para cuando nos dimos cuenta éramos cinco en la mesa y sólo había dos tenedores. Imagínense el nivel de estrés que generó esto! Cinco personas para comer cinco platos de fideos y sólo dos tenedores! La casa entro en un malestar notable desde entonces. Jóse andaba nervioso y huraño y Carlos ni siquiera quería tocar el tema. A Igna no volví a verle desde el incidente con los tenedores. Pero luego fueron desapareciendo otras cosas.


Desde muy chico que yo coleccionaba historietas japonesas y cartas, había sido un hobby estable durante toda mi vida y que me había proporcionado ratos muy amenos entre amigos o momentos divinos de solitaria lectura. Mis cartas estaban todas ordenadas siempre y las historietas en sus estantes, colecciones completas de tomos irremplazables adornaban mi biblioteca. Hasta que empezaron a desaparecer. Primero las historietas, aparecían en el piso, tiradas y con tomos ausentes. Después las cartas, yo me levantaba de mis sueños inquietos y veía las cartas desparramadas en el piso, con quién sabe cuántas pérdidas! Enloquecí, no podía dormir, no podía comer. Corría por la pieza sujetando las historietas, levantando las cartas del suelo. Pero no bien llegaba a acomodar un rincón de la pieza, sentía una sombra que se movía por detrás de mí, a veces casi podía verla por el rabillo del ojo, y ni bien giraba veía nuevas historietas por el suelo y nuevos tomos que faltaban. No sé cuánto estuve así, desesperado en la habitación que se derrumbaba a mis espaldas, hasta que la vi: al principio me pareció una monita caí, hasta recuerdo haberle visto la cola y el pelo marroncito en el rostro. Fue un segundo, era distinta de las otras monas que había en la casa, las del harén del Gran Mono Blanco. Aquellas eran todas chimpancé, ésta era caí. Pude verla por un segundo, pues enseguida se escabulló por entre las cortinas debajo de mi cama. Solté todas las historietas que tenía en la mano y me zambullí literalmente de cabeza yo también hacia las cortinas. Ni bien entre en la cueva mi corazón dio un vuelco. Desperdigadas por todas partes estaban no sólo mis cartas y mis historietas, sino las pesas de Jóse, posters de Igna y mil chucherías más de los chicos. Estaban allí también los tenedores! Estos estaban adentro de un plato sucio con salsa, más de veinte, los benditos tenedores. Por un segundo pensé que había sido yo, que me los había llevado ahí abajo para comer un plato de fideos con tuco y me los había olvidado. Qué iban a decir los chicos! Me invadió el pánico, tal vez si me apuraba y los lavaba y lavaba el plato... pero enseguida me acordé de la mona. La busqué con la mirada y la encontré sobre la pared derecha de la cueva, a un metro de mí. Esta vez la pude ver bien, no se trataba de una monita caí como había supuesto la primera vez, sino de una hembra chimpancé adulta.



Salí apresurado de la pieza y fui a buscar a Carlos, le conté con lujo de detalles todo lo que había visto y después los dos fuimos y le contamos a Jóse, que estaba igual de nervioso que yo. Así que todo este tiempo había sido la mona la que no nos había dejado vivir. Jóse escuchó atento nuestra historia, contemplando el suelo con mirada perdida, como cada vez que pone mucha atención en un tema. Ni bien terminamos de contarle salió caminando apresurado hacia la cueva de Fede y nosotros lo seguimos. No sé por qué todos teníamos piezas, piezas cavernosas eso sí, pero piezas al fin, mientras que Fede en cambio sólo tenía una cueva de paredes rojizas, sin cama ni nada, alumbrada sólo por la titilante luz que brindaba un gran círculo de velas que delimitaba un espacio central, en el cual se hallaba Fede. Tampoco entiendo muy bien por qué Fede vestía una túnica púrpura, que le cubría todo el cuerpo, excepto las manos y los pies descalzos. En su mano derecha sostenía un báculo oscuro y lustroso. Pese a esas extravagancias, o quizá debido a ellas, confiábamos plenamente en el criterio de Fede. Así que a nadie se le ocurrió tomar una decisión sin primero consultarle a él. Cuando llegamos Fede ya estaba al tanto del tema. Nos juntamos los cuatro en el medio del círculo de velas, muy acongojados y sin saber qué hacer al respecto.



Fue entonces cuando reparé que el Gran Mono Blanco se acercaba hacia donde estábamos. El Gran Mono Blanco era grotesco. Supongo yo que sería un chimpancé, pues todas sus monas eran chimpancés. Pero era lo más disímil de un chimpancé que uno pueda imaginarse. Parecía más bien un gorila, pero era petisito y andaba en dos patas. Digo petisito, pero era casi alto como yo, y cada uno de sus brazos eran seis de mis piernas. El Gran Mono Blanco tenía un andar torpe y tosco, como si estuviera pisando vidrio todo el tiempo. Sostenía con sus dos manos un cayado de madera nudoso, formado por dos ramas que se enroscaban entre sí. Su cuerpo estaba cubierto de pelo blanco, más bien grisáceo pero su rostro y su pecho lampiños eran de un color azul intenso. La quijada inferior se proyectaba hacia delante como un balcón, deformando groseramente su boca. Éste era quizá su carácter mas bizarro, esa boca prominente proyectada hacia delante. Fede se adelantó para hablar con él y le contó lo que estaba sucediendo. De alguna forma el Gran Mono Blanco nos transmitía cierta tranquilidad. Recio, colosal, de andar pausado y aire calmo, mantenía siempre bajo el más estricto control a su grupo de monas, que parecían adorarlo. El Gran Mono Blanco ni se inmutó frente al problema que le presentábamos, sencillamente se encogió de hombros y gesticuló con sus manazas como quien le retuerce el pescuezo a una gallina o abre una latita de gaseosa y dijo “Kjjjjj”, torciendo aún más groseramente la boca. Todos entendimos que para él era tan fácil como ir y romperle el cuello a la mona para que no molestara más. Enseguida me puse muy mal, estaba desesperado es cierto, pero no quería que mataran a la mona. Jóse y Carlos estuvieron de acuerdo, pero Fede no estaba convencido. Frunció el seño y nos miró como pidiendo consejo, pero yo creo que estaba evaluando nuestras reacciones frente a tan terrible solución del problema. Por fin se decidió y le hizo un gesto afirmativo al Gran Mono Blanco, quien dio media vuelta y salió de la cueva.



Nos quedamos callados, sin emitir sonido ni dirigirnos la mirada. No quería que mataran a la mona, pero qué alternativa quedaba ya? No podíamos seguir viviendo así. Enseguida vinieron los estruendos de la pelea. Los chillidos histéricos, el estallar de huesos contra las paredes de piedra roja, las explosiones de vidrios y el “Pam!” de muebles que se estrellan contra el piso. No pude soportarlo y salí corriendo a ver lo que estaba pasando. Sin darme cuenta me encontraba fuera de la casa, en medio de la jungla. La pelea se escuchaba cerca y las hojas de los helechos gigantes de mi alrededor se bamboleaban enloquecidas. Era muy de noche, pero la Luna y las estrellas estaban tan luminosas que se veía con toda claridad. Sobre una colina cercana apareció triunfante el Gran Mono Blanco. Llevaba alzado sobre su cabeza el cadáver ensangrentado de la mona. Un rayo azul, irreal, destelló a las espaldas del Gran Mono Blanco; un rayo azul, irreal, contra el cielo estrellado. Los helechos, testigos silenciosos de la carnicería, se mecían suavemente. El Gran Mono Blanco tomó la cabeza de la mona, y comenzó a hacer fuerza para quebrarle el cuello. En ese momento recuerdo que pensé, “Por favor no, basta”. Como si me hubiera escuchado la mona abrió los ojos y estiró la mano derecha. Que suerte, sólo había estado inconsciente, pero vivía, malherida, pero vivía al fin. La mona estiró la mano derecha y tomo una roca del piso, una roca gris y redondita, llena de musgos y humedad. El Gran Mono Blanco no llegó nunca a romperle el cuello. La mona golpeó con la roca de lleno en la quijada protuberante del Gran Mono Blanco que cayó de espaldas sujetándose el rostro y chillando de dolor. Tres veces golpeó la mona el rostro del mono, hasta que a la tercera la roca en su mano se rompió transformándose en una punta de piedra. En ese momento no pude hacer otra cosa que paralizarme del terror, mientras la punta perforaba una y otra vez la frente del Gran Mono Blanco, justo entre los ojos. Con cada golpe entraba la punta y al salir salpicaba sesos y sangre. Sesos y sangre y estrellas y luna en la jungla. No esperé a que la mona terminara de descargar su ira sobre el cadáver. Salí corriendo y me adentré en la espesura. Entre las ramas me pareció ver sombras que corrían igual que yo. En una de ellas creí distinguir a Carlos. Eran los chicos, estaban huyendo, huyendo como yo de la venganza de la mona.

Texto agregado el 06-08-2009, y leído por 247 visitantes. (1 voto)


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