El desafío más grande que he tenido que vencer, ha sido vivir la vida, aunque ésta en sí misma, tiene momentos en los que uno desea mejor morir.
Cuando salí de mi casa, apenas tenía doce años; y a esa edad tuve que separarme de mis padres. Pero eso no fue por gusto; fue una mera necesidad. Ellos deseaban que estudiara, porque en el pueblo donde nací, ir a la escuela era un lujo, y ellos no me lo podían dar. Así que para mí, ese fue el primer desafío que tuve que enfrentar en mi corta vida: quedarme en casa con mis padres o estudiar y vivir lejos de ellos. Sin saber lo que me esperaba, pero con el propósito de hacer feliz a mi padre y hacer sentirse orgullosa a mi madre, opté por lo segundo. Partí con la manos vacías y las bendiciones que ella me regaló.
La escuela secundaria albergaba unos trescientos alumnos, sólo varones. Todos ellos de diferentes partes del país; de alguna forma había entre nosotros algo en común: estábamos lejos y solos. Fue por demás interesante estudiar con todos ellos, y ese fue mi segundo gran desafío: aprender a convivir. El siguiente en la lista fue: competir con los demás, pues habíamos sido seleccionados de entre los mejores de cada escuela. Por segunda vez en mi corta vida tuve entre mis dedos un cigarrillo que me ofrecieron mis compañeros, (la primera vez me picó la curiosidad a los siete años… y con eso fue suficiente) algunos de ellos mucho mayores que yo. Así que tenía que decidir entre aceptar el cigarro y fumármelo o ser el objeto de sus burlas. Acepté lo segundo, y nunca me he arrepentido de ello. Después de los cigarrillos vinieron los tragos de alcohol. Mis compañeros se las ingeniaron para introducir una botella de tequila al interior de los dormitorios. Los maestros se dieron cuenta, no sé como, pero llegaron pronto a revisar a todo el grupo, uno a uno. Tres de los alumnos más sobresalientes fueron expulsados al día siguiente. Me sentí orgulloso de mí mismo por no haber participado, ni del alcohol, ni de avisarle a los maestros para delatar a los demás. Por las noches, cuando todos estábamos listos para dormir, apagaban las luces a las nueve y media. Minutos más tarde, se veían las siluetas pasar de una cama a otra, y antes del amanecer, volvían a sus respectivos lugares. Me sentí presionado de participar o pretender que no había visto nada a riesgo de ser golpeado o forzado a participar. Decidí callar.
Dos años pasaron rápido, y no fue nada fácil. Ahora el reto era: cómo poder seguir estudiando. Las carreras a nivel bachiller que valían la pena, solo se impartían en escuelas que estaban más lejos aún, y requería un fuerte desembolso económico. Había que tomar una decisión, dejar los estudios y trabajar o estudiar, más cerca, una carrera corta. La necesidad tiene cara de hereje, reza un refrán, entonces me decidí por lo segundo aunque con ello me cerraba las puertas a la universidad. La carrera corta me preparó, en dos años, para poder entrar al mercado de trabajo, aunque el deseo de seguir estudiando estuvo presente y regresé por las noches a la escuela. El círculo de amigos comenzó a crecer, y con ello, las tentaciones también. Me vi en medio de varias alternativas: seguir a mis amigos significaba dejar la escuela; seguir trabajando significaba dejar los estudios y los amigos por un lado. La necesidad pudo más que yo. Olvidé la escuela y los amigos y me dediqué a trabajar.
El tiempo se me vino encima y ya estaba en edad de formar un hogar y tener una familia. Sin embargo, el deseo de viajar y conocer el mundo, vivir y disfrutar de mi juventud, me quemaba como brasa candente. Decidí volar por otro cielo, conocer nueva gente, conocer otros mundos y con ellos, las calamidades y desafíos que conllevan. Otra mentalidad, otra cultura, otro modo de vida. De la noche a la mañana conocí a la que sería mi esposa y en un abrir y cerrar de ojos, me miré convertido en padre; un hermoso varón que me absorbía la energía a borbotones y una esposa con la que no me podía entender. Encima de eso, sin trabajo, sin hablar el idioma, y ni un amigo en quien confiar y de regalo, otra bebita que venía en camino. Llegué a poner en duda mi capacidad como hombre, como ser humano y como persona para sobrellevar una situación así.
Sin embargo, seguí adelante, contra viento y marea. La cosa no duró mucho tiempo, como era de esperarse. Así que me divorcié, pero mi responsabilidad no disminuyó en lo más mínimo, seguía siendo la misma… o tal vez mayor.
Entonces me senté a analizar todos los problemas que he tenido que sortear a lo largo de mis treinta y cinco años de vida y ninguno de ellos se compara con el más grande que ahora tenía frente a mi: llevarme bien con mi ex-esposa por el bien de mis hijos. Ese fue, hasta entonces… mi mayor desafío. Tuvieron que pasar cinco años después del divorcio para que finalmente pudiéramos entendernos, pero lo hicimos, ella por su lado y yo por el mío. Ahora que estoy llegando a los cuarenta, me pongo a recapacitar sobre las cosas que he logrado; de todas las calamidades por las que he tenido que pasar y de las que me he librado. Nunca tuve líos con la ley, ni mucho menos problemas de identificación sexual. Estoy sano, no tengo vicios de ninguna índole. Tengo unos hijos a los que adoro y pocos amigos de verdad, un buen trabajo y muchas ganas de vivir. Ahora el desafío más grande que tengo es… tratar de llevarme bien con mi hija adolescente en esta sociedad moderna, en donde todo aquello que yo no tuve, se derrocha a manos llenas, y todo aquello de lo que luché por librarme, hacerlo, aquí, es de lo más normal del mundo para alguien de su edad.
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