Dentro de una caja de cartón, sobre una bandeja de cartón había una torta. Pero no cualquier torta, una felicidad de chocolate, con bizcocho humedecido de licor y relleno de crema, también de chocolate. Aún con la caja tapada sentía el aroma y me transportaba a épocas en las que ni siquiera había estado.
Pensé en un dibujo colorido de un azteca dándole una taza caliente a un señor barbudo con armadura, en una dama pálida de vestido abombado sintiendo que el sabor era demasiado bueno para ser moral y en una casita de madera con el techo nevado y una fogata encendida, como en una navidad eterna.
Tres cuadras nada más, me ofrecí a llevarla a pie. Mis amigos llevarán otros bocadillos y en la casa seguro montan un café con leche espumoso. Pienso en el café y tengo otro flashback imposible…
A caballo en una hermosa hacienda colonial en Colombia. Nunca he estado en Colombia, pero he oído que hacen el mejor café del mundo…
El olor del chocolate es tan fuerte que traspasa la caja. Torta, no me hagas esto, por favor. No juegues conmigo de esta manera, tú sabes que te quiero. Es como si un vaporcito dulce se filtrara a través del cartón rondando a mi alrededor como una bufanda de nube de cacao que me recuerda a bombones, a galletas con chispas y a tener cinco años y gastarme todo mi dinero en chucherías.
A sólo una cuadra de distancia, la casa está frente a la plaza. Mi lado oscuro, como el cacao, me dice que es lo más natural, que no es como morder una manzana y es sólo un poquito, nadie lo va a extrañar. Mi conciencia me dice que el chocolate es bueno, como el vino tinto, la avena o las sardinas. Ambos tienen razón, hasta mi súper-yo desea el chocolate…
Finalmente me decido por tocar el timbre y me disculpo por no haber traído nada a la reunión, la próxima vez –aseguro- les traeré una torta de chocolate.
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