Quisiera no recordarlo nunca más, pero ¿cómo olvidarlo? ¿Cómo arrancar de mi piel el sabor cósmico de su beso fugitivo? La había acompañado durante cuarenta y cinco minutos hasta el aeropuerto. Nuestros cuerpos se asentaron en la parte posterior del automóvil, muy cerca, pero tan lejos ya el uno del otro, en silencio. Al subir por la montaña, el frío la obligó a calentarse entre mis brazos, sentí sus senos calentar mi propia piel diluida en el deseo, en el anhelo de no dejarla ir, pero la decisión estaba tomada, se iría para siempre.
Al llegar a la terminal aérea, bajamos como zombies, al ofrecerle mi mano para ayudarla a salir del carro no pude mantener mi vista alejada de su escote, el mismo que se quedó fijado en mis huesos hasta hoy. Ella se dio cuenta de lo subida que estaba mi temperatura corporal y sonrió, separando sus labios hasta el dolor de mis sentidos trémulos, así que la solté con la excusa de sacar su equipaje del baúl.
El registro fue rápido y casi de inmediato escuchamos el llamado a Inmigración, hasta allí llegaba nuestra historia, ella iría en busca del Sueño Americano mientras yo permanecería en las cuevas de cemento de la ciudad que me convirtió en hombre. El silencio era perpetuo, como su recuerdo, caminé con ella hasta la puerta, el límite amorfo de un futuro sin el otro, la separación era inminente.
Por fin pude balbucear unas palabras. Sonaron ahogadas, perdidas en el espacio oxidado de mi tristeza.
Te extrañaré
nada más pude decir.
Ella abrió sus brazos y rápidamente los cerró sobre mi espalda, atrajo mi cabeza hacía la suya y con su boca buscó la mía, ansiosa y cruda. Me abrió los labios con su lengua, la metió sin ningún pudor en mis entrañas y desbordó sobre mi ardor toda su pasión.
Durante algunos segundos que me parecieron horas, nos fundimos uno en la fragancia del otro, aspirando el aliento babeante que el beso del adiós derramaba en la superficie descarnada del amor. Sus labios envolvieron mi desolación y desplomaron la última de mis lágrimas, al tiempo que sentí mi masculinidad agigantada sobre su piel. Ella simplemente bajó sus manos hasta mis caderas y me atrajo más hacia su propia sensualidad, sin dejar de lastimar mi cuerpo con aquel beso de sangre, completamente poseído por los placeres solitarios de su belleza.
¡De pronto terminó! Volvió a abrir sus brazos y los volvió a cerrar pero sobre mi pecho y me alejó con la fuerza de quien ha tomado una determinación. No permitió que coordinara mis ideas, perdidas en la profundidad de un placer sin límites que me acompañó de vuelta a la ciudad. Fue la última vez que la vi, que la amé, que la besé, un beso que todavía busco repetir, aún en mis sueños perdidos en los laberintos de fantasía sexual que ella me inspiró.
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