Lo que voy a relatar ocurrió tal cual lo escribo, lamentablemente. Hace algunos años por motivos profesionales, tuve que ir en repetidas ocasiones a un hogar de ancianos ubicado en el centro de Santiago, cerca de Avenida Matta. Era un asilo mixto, aunque los viejitos y viejitas solo se encontraban y compartían entre ellos en las horas de comidas. Era una casona antigua, inmensa, soleada, llena de corredores y balcones. Con jardines coloridos y fragantes, en donde revoloteaban avecillas e insectos de variada índole. – Bien buena la casita para los abuelitos –le dije a la persona que me abrió el portón de entrada. Logré ubicar a quien buscaba; un anciano de mirada alegre, manos vivaces y con su frente en alto aún. Luego de las formalidades de rigor y después de haber realizado mi trabajo, el abuelo me invitó cordialmente a recorrer completamente el hogar, sus patios, instalaciones y dependencias. – Encantado iré con Ud. a conocer –le dije, y fuimos; todo se veía muy ordenado y limpio. Hasta un pequeño huerto tenían. – Acá nos cuidan harto –me dijo el viejito y se lanzó a contarme sobre sus comidas, remedios, y tratamientos médicos. Aunque también me contó, de manera más callada y sombría sobre la cercanía de la muerte. –Aunque prefiero morir aquí, donde soy un viejo más. – Lo miré sin entender lo que me decía. –En mi casa nadie es tan viejo como yo, soy un mueble más, me ponen en donde no estorbe, – me di cuenta que el abuelo estaba triste, y para alegrarlo le pedí que me relatara alguna historia interesante ocurrida en el asilo. Nos sentamos a la sombra de un árbol sobrecargado de frutos. – ¿Usted cree que los viejos pueden enamorarse? –Le respondí que si, que el amor es natural a cualquier edad. Tomó aire y comenzó el relato.
La historia era simple y hermosa: una anciana del hogar conoció a un abuelo en el comedor, se miraron por días, luego se saludaron, semanas más tarde ya conversaban animadamente, se relataban sus vidas, sus felicidades pasadas, sus lejanas coqueterías perdidas en el tiempo. Recordaban con cariño a su familia, que los visitaba muy a lo lejos. –Pasan tan ocupados ellos, de lo contrario pasarían acá –se mentían a si mismos. Más de alguna vez alguien los vio tomándose furtivamente de la mano y mirándose a los ojos con esperanza y gratitud. Caminaban juntos por los jardines, conociendo su cercana cita con la muerte. Verlos juntos era recrear la vida, la felicidad y el amor, en una etapa final, pero intensa.
Este hogar era atendido por Hermanas de Congregaciones que apenas recuerdo; Hermanas Mercedarias de La Caridad, Hermanas Hospitalarias Del Sagrado Corazón de Jesús, Franciscanas de la Inmaculada Concepción, o algo parecido. Títulos tremendos para mujeres vestidas con trajes negros y fúnebres, en dónde la vocación y el miedo al mundo se confunden en un solo sentimiento. Una de ellas, una de las Hermanas a cargo del asilo, se dio cuenta de la relación entre los viejitos enamorados, y se horrorizó y escandalizó. Para ella era un pecado esta amistad. Claro, para mujeres que viven en la oscuridad de esos ropajes no hay luz. La religiosa solo vio morbosidad, inmoralidad y un atentado contra Dios. Naturalmente, en su mente de fanática, no había amor ni entendimiento hacia las personas, sólo podía entender lo sobrenatural. No comprendió esta relación hermosa y pura, solo juzgó y dictaminó la sentencia; la anciana enamorada debía ser trasladada a otro hogar. Y así fue. El anciano quedó solo y triste, esperando una muerte próxima y solitaria. La religiosa siguió vistiendo su negro hábito de Batman, cuidando el cuerpo decrépito y desgastado de los abuelitos, pero acechando malignamente sus corazones.
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