El sol hacia poco se había asomado sobre el horizonte bermejo y sus rayos llenaban la playa de sombras en cada huella, igualándola a un paisaje lunar. Todo estaba en perfecto orden y limpio, la playa aguardaba a los miles de turistas que pronto comenzarían a llegar para quemarse durante horas bajo el sol implacable del verano. Había una serena y silenciosa dicha que colmaba su corazón -tantas veces herido- cuando las aguas del mar acariciaban sus pies jugando con ellos. A lo lejos un pescador solitario con su caña hundida en la arena miraba fijamente el mar. Y al otro extremo de la playa apenas se alcanzaba a divisar una pareja de enamorados que se revolcaban sobre la blanca arenilla.
Disfrutaba del cigarrillo, deshecho y vuelto a liar, como de costumbre, con un poco de hierba que guardaba como un tesoro en el cofre de seguridad del hotel.
Una gaviota bajo planeando hasta cerca de la orilla, vigilante, rozo el agua y se alejo mar adentro sin conseguir ninguna presa. Lastima, pensó mientras aspiraba el humo, viéndola irse. Hacia mucho tiempo le habían gustado las gaviotas, le parecían románticas, hasta que empezó a conocerlas cuando tumbada y descansando en aquella playa de Jamaica viéndolas revolotear muy de cerca un guardián playero le aconsejo que se cubriera la cara, porque eran capaces, dijo, de picoteársela si se quedaba dormida.
El recuerdo del agua quieta, las gaviotas flotando frente a ella y dando vueltas por arriba, le llegaron con imágenes bien precisas.
Aspiro mas bocanadas de humo, dejando que la hierba diluyese indiferencia a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. Fumaba no por el viejo placer, sino porque el humo en sus pulmones acentuaba aquel alejamiento que tampoco traía consuelo ni indiferencia, sino un suave estupor, pues no siempre estaba segura de ser ella misma la que se miraba, o se recordaba; como si fueran varias agazapadas en su memoria y ninguna tuviera relación directa con la actual. Así cavilaba de vez en cuando, hasta que caía en la cuenta que podía caer en la trampa. Entonces recurría a poner la mente en blanco par evitar caer en los recuerdos, mientras el humo recorría lentamente su sangre y el vodka la tranquilizaban con el regusto familiar y el sopor que terminaban acompañándola ante cada exceso. Aquellas mujeres que se le parecían, y la otra sin edad que la miraba a todas desde afuera, iban quedando atrás, flotando como hojas amarillas en otoño.
Generalmente procuraba no pensar demasiado en nada ni en nadie, había pasado demasiadas incertidumbres y horrores que estaban al acecho en cada pensamiento que fuese más allá de lo inmediato. Pero a veces no lograba conciliar el sueño, recordaba sin poder evitarlo. Había descubierto que si no venia acompañado de reflexiones, esa mirada atrás ya no le causaba satisfacción ni dolor; solo una sensación de movimiento hacia ninguna parte, lenta como las gaviotas sobre el mar mientras dejaba atrás personas, objetos, momentos. A lo mejor ocurre –se decía desconcertada- que esto es la vida y que el paso de los años, y la vejez, cuando llega, no son sino mirar atrás y ver la mucha gente extraña que has sido y en la que no te reconoces.
El pescador de la caña seguía en la orilla y el sol estaba cada vez mas alto en el cielo, calentando la arena. Acabo el porrito con la brasa quemándole las uñas, y liquido el resto de vodka y naranja de un ultimo trago. Los primeros bañistas empezaban a llegar con sus cremas bronceadoras, sus toallas y sus sombrillas multicolores.
|