Había dejado pasar tres autobuses. No era miedo, eso lo tenía claro. Simplemente le gustaba disfrutar de la brisa que soplaba a esas horas de la mañana. La parada iba llenándose de gente. Gente de todo tipo: hombres con prisa, mujeres con prisa, niños con sueño, ancianos con todo el día por delante. No puedo evitar estremecerse por primera vez.
Un nuevo autobús paró. Dejó pasar a todo el mundo y subió el último pensando que en realidad el kismet, el destino desconocido y fatal, les había reunido a todos. Avanzó a duras penas y pudo lograr hacerse un hueco justo al lado de la puerta de salida. La aglomeración casi no le permitía moverse, aunque consiguió liberar un brazo para agarrarse a la barra.
Desde su posición, y una vez se hubo habituado al traqueteo del vehículo, echó una ojeada a los asientos contiguos. Una pareja de ancianos cogidos de la mano, dos adolescentes hablando de sus novios y criticando a una tercera, una madre joven con su niño pequeño sentado al lado. El cinturón le molestaba, pero no había sitio material para liberar su mano sin riesgo de caerse, así que aguantó la molestia.
El niño jugaba con un coche de plástico, convirtiendo en carretera la pierna de su madre. No puedo evitar sonreír cuando el pequeño le tendió la mano para enseñarle su juguete. Le hubiera gustado acariciarle el pelo. La madre le devolvió la sonrisa. Pensó en su hermana, en qué estaría haciendo en ese momento y volvió a atenazarle el nudo en el estómago. “No pienses” le dijeron, “reza”, y automáticamente comenzó a recitar mentalmente el salat. Poco a poco se relajó, mientras la letanía le borraba de la mente los recuerdos que luchaban por volver. Miró por la ventanilla. Le gustaba la calle por la que pasaban ahora, llena de árboles, siempre fresca, con su bulevar para pasear y sus bancos de piedra. Pensó que era una ciudad bonita y que había tenido suerte de poder vivir en ella. En realidad, esa calle se parecía mucho a su idea del paraíso.
De nuevo volvieron los recuerdos, pero esta vez en tropel: su casa, sus padres, sus amigos, su país. Se preguntó si su padre estaría orgulloso de él. Volvió el nudo en el estómago. Trató de volver al rezo, pero el miedo le invadía, lo notaba circular por sus venas, más rápido que su sangre. Comenzó a sudar y trató de rezar de nuevo. Allah el Grande, Allah el Misericordioso. Su hermana Isha ¿qué sería de ella?. “No pienses. Reza” le dijeron el día anterior. “no pensar, no pensar”.. Notó brotar las lágrimas. “no pensar, Él es Allah, uno. Allah el Eterno…” Todo se volvía negro . El niño le sonrió de nuevo. Liberó su brazo como pudo, lo llevó al cinturón, devolvió la sonrisa al niño y, llorando, detonó la bomba.
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