Por fin ha llegado el día que he estado esperando. Desde muy temprano hemos estado haciendo leña la ramazón del roble que papá desmochó rama por rama. Papá dirige la mirada al cielo y proclama que seguramente ya van siendo las dos. Dice que tenemos que darnos prisa, porque aún tenemos que ir al cementerio. Al poco tiempo decide que ya es hora y emprendemos camino de vuelta a casa. Al llegar a casa nos encargamos de dejar los machetes donde corresponde, para que no estorben. Papá se pregunta cuántos platanares llevará esta vez al cementerio, pero no se da cuenta que se lo está preguntado en voz alta y mamá, desde la cocina, le responde que los que seamos capaces de llevar.
Mamá nos da a beber limonada. Nos sentamos en la banca verde del corredor. Luego papá se levanta, toma su machete envainado, lo introduce entre el cincho y el pantalón, lo agarra del cabo y lo inclina hacia adelante. Toma una soga y la cuelga del hombro izquierdo. Con su mano derecha toma dos costales y me pregunta si estoy listo, yo muevo la cabeza asintiendo. Lo primero que hacemos es ir a cortar los platanares, que en esta ocasión mi padre ha decidido que sean dos. A pesar de que el sembradío es pequeño, se da el lujo de buscar dos del mismo tamaño. No son muy grandes porque yo puedo alzar el primero que ha cortado, aunque un poco forzado. El siguiente paso, dice, es ir por un poco de pino. Entre los tres que están del lado de nuestro terreno escoge el más pequeño, sube hasta las primeras ramas y corta tres. Desde que cae la primera, yo corro a halarla hacia un lugar seguro y comienzo a deshojar y poner las agujas en uno de los costales. Imagino que son agujas, porque de vez en cuando me descuido y me pincho las manos. Cuando papá baja del árbol, me pone a sostener la boca abierta del costal, mientras él deshoja los puntiagudos y aciculares hilitos verdes por manojitos. Cuando llega a la mitad me dice que ya es suficiente para ese y que sostenga el otro. Al segundo le pone menos y cuando termina me pide que lo pulsee, a ver si puedo cargarlo. Lo intento y me parece más pesado de lo que imaginé pero le digo que sí puedo. Él amarra el costal más lleno con la soga y lo cuelga de su hombro derecho, me pide que le ayude a subir los platanares a sus hombros y empezamos a caminar hacia el cementerio, él delante, y yo detrás, con el costal casi vacío al hombro.
Tardamos aproximadamente quince minutos para llegar a la cruz, un lugar con una base de cemento cuadrada y una cruz de metal incrustada. Todos los entierros que pasan tienen que pasar por la cruz, porque es el único camino, y siempre se detienen en el lugar, reposan el ataúd sobre la base de cemento, descansan un rato y después de un padre nuestro siguen camino hacia el cementerio. Nadie sabe desde cuándo se volvió costumbre que el entierro se detenga justo en la cruz, pero se detiene siempre. Papá se levanta después de descansar un rato, me pide que nuevamente le ayude a acomodar los platanares en sus hombros y seguimos camino. A medio trayecto empiezo a sentirme exhausto, y mentalmente recorro el camino que aún nos falta y no me creo con suficiente fortaleza como para llegar, aunque no le digo a papá. Cuando siento que ya no puedo, bajo la mirada y camino viéndome los pies, eso me ayuda a no ver al frente y atormentarme viendo la distancia que aún nos falta por recorrer. Cuando me sostengo de la última esperanza y estoy a punto de decirle a papá que ya no puedo, empiezo a ver por debajo de mis pasos el pasto verde antes de cruzar el alambrado de púas que rodea el cementerio.
Por todos lados se ven casas de campaña, camiones cargados de mercancías, vendedores que llegan de todas partes. Sobre el pasto hay un montón de cajas de cartón, sobre una de estas cajas está la maquinita para pelar naranjas. Veo la maquinita que parece un molinito y me da por pensar en que mañana podré comprar naranjas con chile en polvo. Hay mucha gente, vendedores que yo no he visto nunca. Papá dice que llegan de los pueblos vecinos. Es el único camposanto que existe por esos rumbos y entierran a sus muertos las gentes de muchas aldeas en derredor. Todos los años el cementerio se colma de gente que viene a celebrar a sus muertos y más que recordar tristes momentos, se ha convertido en una fiesta muy esperada. Antes de adentrarnos al camposanto, papá saluda a don Salvador, un señor que tiene una tiendecita prácticamente en la puerta del cementerio.
Entramos y nos dirigimos hacia donde están los panteones familiares, zigzagueando entre los demás para no chocar contra ellos y cuidándonos de no pisar esas tumbas olvidadas sobre el suelo, que con el tiempo se van deformando y casi no se ven. Sucede que cuando se entierra a alguien en el suelo, queda un bulto de tierra del tamaño del ataúd enterrado, para que nadie intente cavar una nueva tumba en el mismo sitio. Con el tiempo ese bulto de tierra se va deformando, y si no se atiende desaparece por completo y ya no se sabe a dónde queda. Se han dado casos en que los cavadores de tumbas, que por lo general se echan un guarapo antes de iniciar su trabajo, encuentren restos de esos muertos olvidados, y sin inmutarse sacan la osamenta hacia un lado y siguen cavando sin detenerse. Al terminar de cavar la tumba, depositan los restos encontrados al fondo de la misma, los cubren con un poco de tierra y nadie siquiera se entera del hallazgo.
En el cementerio se puede oler ya el pino verde sobre los panteones. Algunos panteones ya tienen sus coronas coloridas colgadas de clavitos. Como es costumbre, al poco tiempo empiezan a llegar hombres, algunos con azadones, otros con platanares al hombro, o cualquier cosa que pueda servir como adorno a las tumbas. Uno de esos hombres le presta un azadón a papá con el cual cava unos pequeños orificios en la tierra blanca para sembrar los platanares. Poco antes de oscurecer emprendemos el camino de regreso a casa.
Por la noche, mamá busca las ropas con las cuales vestirá al día siguiente a los nenes. Yo busco la mía, que está dentro de una bolsa de plástico ya que estaré estrenando este año. Mientras cenamos, papá y mamá hablan de cosas que yo no entiendo. Yo los veo muy atentamente y me parece que papá ha envejecido mucho, se le van formando debajo de los ojos unas pequeñas bolsas como de aire, que le dan un aspecto de tener los ojos inflamados de llorar mucho. Mamá se ve más joven, en realidad lo es, doce años de diferencia los separan, y sólo ha cumplido los treinta y ocho. Mamá es blanca, y su pelo es canche y colocho. Siempre me pregunté qué cosas influirían para que yo naciera moreno como papá. Yo cumplo años cada primero de septiembre y en el último cumpleaños mamá me dijo que había cumplido diez. Los nenes nacieron al mismo tiempo, en el mismo día y sólo los separan dos horas, por eso mamá dice que son gemelos. Arnoldo nació primero y Raymundo después, aunque Arnoldo parece un niño más fuerte. Los nenes tienen dos años y yo, por ser el mayor, tengo que cuidarlos siempre. Los gemelos son muy blanquitos y tienen la misma cara, el mismo pelo, el mismo color, y casi que el mismo tamaño. Mamá dice que sólo son blanquitos ahora, pero que cambiarán con el tiempo, que son blancos porque son bebés aún. Después de cenar me voy a dormir, en realidad me siento muy cansado y tengo un sueño que me mata. Pero se me ha olvidado darle un último vistazo a mis zapatos, necesito estar seguro que están listos para ponérmelos mañana. Los encuentro y me tranquilizo, aunque tengo que mojar un trapito para limpiarlos porque me parecen sucios, los limpio y cuando se secan siguen teniendo ese color descolorido de los zapatos viejos. Me doy por vencido, me convenzo de que es el color adoptado por la vejez de éstos e intento dormir.
Mamá me habla desde la puerta, quiere que me levante enseguida. Veo que los rayos del sol atraviesan el espacio abierto entre mamá y la puerta. Arrugo los ojos y me levanto sin doblar la sábana. Los gemelos ya están cambiados, y comiendo una especie de papilla que no intento identificar. Mamá ha hecho café en la jarra de barro cocido. Hay pan. Cada vez que hay pan es realmente un placer poder tomar café. No hay nada más rico que remojar el pan dulce en una taza de café por las mañanas. Después del pan con café me pregunta si quiero que me sirva el desayuno, yo respondo que no, que ya es suficiente. Me da en la mano un canasto de mimbre y me pide que vaya a juntar flores. Sólo camino alrededor de la casa y por todos lados encuentro las florecitas de muerto, amarillitas y olorosas. Las voy juntando por puños y poniéndolas dentro del canasto, y cada vez que las corto me huelo las manos porque me llama la atención ese olor tan agradable que no alcanzo a descifrar. Alguna vez vi a la señora María, una anciana vecina, frotarse las florecitas de muerto por todos los brazos y piernas, decía que era para que los mosquitos no se le acercaran. Cuando llevaba el canasto a medias fui a orillas del camino, que pasaba muy cerca de la casa y lo llené de flores de girasol. Me gustó la idea, ya que ahorraba tiempo en llenar el canasto; las flores de girasol son cinco veces más grandes que las de muerto y el canasto se llenó pronto. Antes de caminar hacia la casa vi que empezaba a pasar la gente que venía de las aldeas más lejanas. Me di prisa porque me dio la impresión de que también nosotros debíamos irnos pronto. Cuando volví, mamá ya tenía lista la conserva de yuca, los elotes cocidos que habían bajado a vender desde la montaña, ya que sólo allí sembraban el maíz tardíamente. En el fuego había una olla de barro donde se cocían güisquiles de papa y en otra estaban los tamales que había mandado Aurora, la vecina de enfrente, para que mamá no tuviera que cocinar tamales esta vez. Siempre hacían lo mismo, mamá hacía una cosa y le mandaba, hacía caldo de pollo y le mandaba en una cacerola, hacía conserva de camote y le mandaba. Se intercambiaban muchas cosas. Había veces en que mamá me mandaba a decirle que le prestara treinta tortillas, habían llegado visitas y no le habían alcanzado, que mañana se las pagaba. Al siguiente día volvía, pero con un rimero de tortillas calientes envueltas en una servilleta bordada: “dice mamá que aquí le manda las tortillas que le debe.”
Mamá quería que me bañara enseguida, porque se nos hacía tarde. Tomé mi ropa interior limpia de la bolsa donde guardaba la muda nueva y me dirigí a la pila. Miré hacia el camino para asegurarme que no estuviera pasando gente en ese momento. No vi a nadie en el camino y me quité la ropa para vaciarme los guacales de agua fría encima. Me empezó a dar una tembladera en las piernas ya que el agua estaba demasiado fría. Sin embargo, fui valiente y me bañé como Dios manda. Sólo que cuando pensé que ya había terminado llegó mamá, me revisó las orejas y me dijo que me diera vergüenza, que si no me bañaba bien un buen día me saldrían raíces de tanta mugre. Cuando me estaba secando con la toalla, mamá llegó con otra en la mano y empezó a limpiarme los oídos, con tanta fuerza que empecé a creer que de verdad se preocupaba por aquello de que me salieran raíces. Papá salió del cuarto en aquel momento y también se había cambiado. Él no llevaba zapatos, pero llevaba las alpargatas de hule que usaba siempre. La ropa de papá estaba planchada y yo seguí las líneas de los dobleces que mamá le había hecho y me parecieron perfectamente derechas. Media hora después empezó a pasar la familia por el camino, preguntándonos a gritos cómo estábamos y a qué hora saldríamos para el camposanto. “Ya meritooo” gritaba papá desde el patio. Eran los hermanos de papá, los tíos de mamá, los tíos y primos míos, y toda la familia que vivía en aldeas cercanas. Cuando dieron las diez de la mañana, estábamos a punto de salir y la gente pasaba y pasaba en el camino. Mamá había preparado un canasto lleno con todas las cosas que llevaríamos y papá caminaba por el patio con los gemelos en los brazos. A mí me tocaba llevar el canasto de flores. Fui a verme una última vez en el espejito ovalado que usaba papá para rasurarse y que siempre estaba sobre el ropero de cedro y me desilusioné de mi pelo. Desde siempre tuve un problema mayor con mi pelo, soñaba con tenerlo largo algún día, pero era tan rebelde y no se aplacaba con nada. Me peiné una última vez y frente a mí, el pelo se volvió a parar. Había pensado decirle a papá que me lo cortara muy corto, pero me di cuenta que no me quedaba, porque mi cabeza no es redonda, más bien tiene partes disparejas, partes ahuecadas que la hacen ver una cabeza humana, pero muy extraña. Había pensado que yo no gozaría el privilegio de raparme cuando en la vejez empezara a perder el pelo. Salimos al camino y caminamos junto a una familia que yo no conocía, pero que papá y el señor hablaban y hablaban cosas que no entendí. Llegamos a la cruz y descansamos un poco. Nos alcanzaron varias familias más y las esperamos para que descansaran un poco también y así caminar juntos. Caminamos todos juntos, y los demás niños corrían delante y me llamaban, pero yo no podía seguirlos, el canasto de flores no pesaba mucho, aunque no me dejaba caminar cómodo. Cuando nos íbamos acercando al camposanto empezamos a escuchar música y voces de personas que se hablaban a gritos. Todas las tiendas estaban paradas y se veía de todo; raspadas de hielo de varios colores y sabores, aguas de todos sabores que vendían en bolsitas de plástico claro. Vi la maquinita pela naranjas y la cola que formaban los patojos que querían comprarlas. Vendían todo tipo de comida, tamales, conservas, frutas, elotes cocidos, güisquiles, manía de sabores, juguetes, ropa, etc. etc.
Nos fuimos directo a los panteones familiares y nos encontramos con toda la demás familia que ya estaba adornándolos. Yo empecé a regar las flores de muerto sobre los panteones, ayudado por un montón de patojos conocidos y desconocidos. Mamá y papá platicaban con los tíos, e iban a saludar a las mujeres que cuidaban de la comida bajo la sombra de los árboles. Cuando hube terminado de repartir el canasto de flores sobre los panteones me fui a dejar el canasto vacío a donde estaba mamá sentada con papá y los gemelos. Lo dejé tirado en su regazo y me fui corriendo a donde estaban los demás patojos. Me dijeron entre todos que fuéramos al árbol de mangos, que había muchos tirados y podíamos recogerlos. Fuimos corriendo entre los panteones, saltando sobre unos, escondiéndonos tras de otros, librando los pies de la gente que estaba sentada alrededor de las tumbas, prendiéndoles velas a sus muertos. Nos llenamos las bolsas de los pantalones con los mangos y mientras caminábamos de regreso íbamos comiendo los que llevábamos en las manos. Me llamó la atención un señor indito que estaba sentado en una silla y un violín que tocaba una música muy suavecita y triste. El señor no me dirigía la mirada, miraba el suelo, y parecía sólo hablar con la música del violín. Vi que más gente se acercaba silenciosa a escuchar la música, me dio un poco de vergüenza y empecé a caminar. Cuando estuve a un costado del señor, me di cuenta que de sus ojos brotaban unas lágrimas gruesas que desaparecían cuando caían sobre la tela de su pantalón. Ya los patojos se habían ido y me habían dejado perdido entre los panteones. Fui caminando sin darme cuenta por dónde pisaba, cuando de repente y por la espalda, me dan un empujón que me hace pegar un grito de desesperación y saltar sobre uno de los panteones para caer de cara sobre la tierra blanca. Me levanté revolcado, con cara de fastidio pero desde ya dispuesto a perdonarlos. Entre todos me ayudaron a sacudirme la tierra de encima.
Nos hemos dado cuenta que es hora de comer y todos vamos corriendo hacia donde están las mamás repartiendo la comida. Yo un elote, un poco de yuca, y la mitad de un güisquil que me convida papá, porque dice que uno entero no soy capaz de comerlo completo. Después de comer, nos reunimos todos los patojos y decidimos cooperar para una pelota de plástico. Como yo no tenía cincuenta centavos me permitieron cooperar con veinticinco. Vamos a donde don Salvador y la compramos. Jugamos una cascarita que debió ponerse intensa porque muchos señores se sientan en las sombras y nos miran jugar. Se me ha antojado una naranja con chile y voy a pedirle dinero a papá. Me alcanza para una naranja y una raspada de hielo. La naranja con poco chile molido para que no pique, y la raspada de hielo con sabor a fresa y sus respectivos pedacitos de mango maduro por encima. Primero la raspada, ya que si no la disfruto a tiempo se me descongela. Ya por la tarde paramos de jugar cuando las mamás nos llaman porque anda un bolito diciendo tonterías y haciendo muecas. Habla y grita, presume, saca su machete de la vaina y lo raspa contra el pasto provocando que las vainitas verdes vuelen por el aire, como si las hojitas le tuviesen miedo al filo del machete. Nadie le tiene miedo al bolito, pero no se descuidan. Al final deja el machete a un niño que parece ser su hijo y que sólo lo observa, pide una cerveza y alguien se la regala, aunque no para de gritar, de decir cosas que yo no comprendo. No para de gritar hasta que se acerca a un poste de alambre, y entre sus muecas y sus gritos, le pega sereno golpe con el codo que se termina revolcando del dolor sobre el pasto. Poco después se queda dormido, después de llorar tomándose el codo. Nosotros movemos las porterías y seguimos jugando hasta que nos dicen que es hora de marcharnos.
Cuando estamos juntando todas las cosas, vemos cómo se arremolina la gente en un círculo. Yo no alcanzo a ver nada, hasta que me meto a empujones por entre la gente. Dos bolitos discuten y se empujan, discuten y se vuelven a empujar, hasta que la emoción se termina y la gente empieza a volver a lo suyo. Cuando ya toda la gente no les pone atención, uno de los borrachitos va directo a su rival y se trenzan en una lucha casi infantil, hasta que los separan y los dos se van caminando en direcciones contrarias, acaso hacia sus respectivas casas. Emprendemos el camino de regreso a casa todos contentos, las mujeres sosteniendo en los hombros a sus maridos que se pasaron de copas y los niños cargando los canastos vacíos. Mamá se encarga de los dos canastos vacíos, papá de los gemelos, y yo de correr junto a los patojos delante del grupo.
Cuando llegamos a la cruz, todos acuerdan en no descansar; el camino a seguir es empinado y no lo creen necesario. Cuando llegamos al caminito que lleva a nuestra casa mamá y papá se despiden de las personas que venían en el grupo. Yo a los patojos no les digo nada, pero cuando miran que me quedo con mis papás, siguen corriendo y jugando a las escondidas. Sólo llego a casa, me quito la ropa y los zapatos para guardarlos en la bolsa de plástico de donde los saqué por la mañana. Siento mucho sueño y me duelen todos los huesos. Dejo la puerta abierta y me tapo con la sábana que había dejado arrugada sobre la cama. Me duermo, y se acaba el día.
|