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El día que conocí a Marga amaneció con un sol radiante. Quizás por eso llevaba la guardia baja; diez años antes una gitana me había dicho en una plaza de Granada que el día que conociese a la mujer de mi vida lloverían peces y sería como un segundo diluvio. Pero ese sábado el sol reinaba por la mañana y yo me disponía a desayunar con una paz interior envidiable, mi periódico ya desplegado, el café con leche y el croissant plancha ordenados y el sol de la mañana acariciando la terraza del Bar. Por eso no huí cuando el camarero me dijo eso de: “Lo siento muchísimo señor, no nos queda azúcar moreno” porque yo sentí que algo se rompía en ese momento y que -iluso de mí- la chica que oyéndolo me dejó su sobre de azúcar moreno en mi mesa con una sonrisa lo volvía a componer. Así que me quedé, le agradecí su gesto, le hice una invitación a mi mesa –con poca convicción que pareció no notar- y volví a plegar el periódico y a guardarlo en una bolsa, dispuesto a sacrificar el placer de la lectura por una conversación intrascendente, solo para remunerar el haber estado en el sitio y en el momento correctos, con lo único que un buen café con leche no puede darse el lujo de prescindir: una cucharada de azúcar moreno. Las presentaciones de rigor, los comentarios del tiempo, “una chica como tú debería estar en la playa en un día como éste” y alguna otra estupidez iban nutriendo un diálogo descolorido que yo ya estaba dando por terminado cuando me invitó a su casa.
“No es para lo que crees, te gusta la magia?” me preguntó antes de que me repusiera.
- “Voy a hacerte ver cosas que nunca soñaste que verías..”
- “Mmm me encantaría, no se si hoy porque había quedado en ...”
- “Pasar a buscar a tu mujer y a tus hijos para llevarles al parque de atracciones de la Casa de Campo? No mientas, tú eres soltero, se ve desde kilómetros y no tienes nada que temer.. Aunque si no te apetece dímelo y tan amigos...”
En su casa me hizo varias demostraciones: copas que se giran solas, cartas que son siempre la misma –aunque yo mismo verificara previamente que las 48 eran distintas- cuerdas que estaban unidas y rotas según quién pretendiera tirar de un extremo de ellas... Pero lo que mayor impacto me produjo fue cuando pasamos a la terraza y me hizo cerrar los ojos y pararme en el centro. El sol pegaba ya fuerte a media mañana cuando cerré mis ojos y una tromba de agua me dio de lleno y al abrirlos, cuatro bagres de metro y medio saltaban a mi alrededor. Sé que pude haberlo imaginado, pero lo cierto es que ella reía a carcajadas, alcanzándome un albornoz para que me quitara mi ropa empapada mientras los bagres se hacían a un lado cediéndome el paso... Esperó a verme con el albornoz para besarme, ella también se había mojado pero le divertía y mientras reía y nos besábamos, la tormenta caía con furia sobre la ciudad. Ya estaba atrapado.

Un año y medio de felicidad o casi duró lo nuestro, diecisiete meses para ser exactos. Mi sexto sentido – el sentido de la insatisfacción permanente- comenzaba a hacer mella en mi conciencia y me convencía –una vez más- de que debía terminar con ese romance idílico si no quería convertirme en un satisfecho padre de familia numerosa, de polvo a la semana y tertulia radiofónica. Marga no volvió a hacerme sujeto de ningún pase de su arte y eso me convenció que esos recursos estaban sólo destinados a que me acercara y permaneciera a su lado.
No fue fácil dejarla. Lo primero que intenté fue explicarle mis sentimientos –o mejor, la ausencia de ellos. Y de pronto, yo que estaba convencido de no sentir nada por ella me encontré lanzando mares de lágrimas, en un llanto incontenible, exagerado y ridículo, lloraba sin llorar, no lo sentía en absoluto y sin embargo las lágrimas no me dejaban apenas hablar... No fue difícil para ella apostar un “deberías tomarte más tiempo, no me parece que lo tengas tan claro” y yo asentí para dejar de llorar y replantear mi estrategia.

El recurso a los hechos consumados era algo que ya había usado en otras ocasiones y me presenté en su casa – en la que vivía yo aún pero de la que había ido mudando estratégicamente algunas de mis cosas a casas de amigos- del brazo de una mujer, “mi nuevo amor” , así es como la presenté, no se me ocurrió nada mejor. Ella pareció entender y bajó la cabeza, nos pidió cortésmente que nos fuésemos y mi nueva chica y yo pensamos que habíamos ido tal vez demasiado lejos, que podríamos haberlo solucionado de un modo más sencillo. Eso pensaba yo cuando comencé a notar como la gente se iba acercando a verme caminar por la Gran Vía, no del brazo de mi –casi desconocida- querida sino del lazo de una oveja grande y lanuda, que hacía las delicias de los chicos que se acercaban a tocarla...

Así que lo he probado todo o casi todo: intentos de suicidio, incendios forestales y saltos desde rascacielos, sus brazos protectores siempre están ahí y eso hace que seamos ahora una familia sólida y unida, y en eso pienso justamente ahora, cuando mis cuatro hijos mayores juegan a provocar una tormenta con baile de bagres, en la misma terraza en que hace veinte años nos dimos el primer beso.

Texto agregado el 01-06-2004, y leído por 369 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
01-07-2006 si es que haberla haylas...hay que temer a las brujas, te lo digo yo, ojito!!, ajaja... un susurro* susurros
21-09-2004 El cuento realmente embruja, pero se debilita y muere el cuento antes de terminar. alvaro
05-07-2004 jajajjaja, que bueno, un cuento genial repleto de un humor muy inteligente. Me ha encantado. Un saludo. Eddy_Howell
 
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