Porque las noches sombrías, están asociadas con la soledad, y antes de hundirme en ella, pensé que entrando a un café, quizás me sintiera más acompañado; hasta podría imaginarme en medio de una tertulia con los vecinos de mesa, y pudiera hasta llegar a escuchar comentarios de tal nivel, que sin duda me iban a deleitar tanto, que iba a poder incorporar ese momento dentro de mis horas de felicidad.

Quizás me hablaran con cariño, me invitaran a compartir el refrigerio, cosa que me vendría de perillas, por el frío tremendo que hacía afuera. No es facil vivir en la calle, recorrer cuadra tras cuadra, buscando un lugar donde guarecerse si llueve o si se viene la noche. No es facil cruzar la calle, cuando no hay semáforos. Porque ai hay semáforos, acompaño el movimiento de los demás y cruzo la calle.

No es facil para un ser vivo con sus capacidades limitadas como yo las tengo, sobrevivir.
Se necesita resistir, tener fuerza de voluntad, instinto de supervivencia, tener la esperanza de que una mano amiga se nos cruce por los duros senderos de la vida para ayudarnos a seguir el camino que nos indica nuestro corazón.

Pero, al contrario de lo que había imaginado con espectativa, al ver bastantes mesas ocupadas, el ambiente no era el que yo esperaba encontrar. Y entonces, me di cuenta de algo que me había pasado desapercibido. La cercanía de ese lugar tan emblemático como una iglesia, ayudaba quizás a que todos los asistentes permaneciesen en silencio o hablaran en voz baja.

Fui hasta el fondo, me senté en la silla y mientras esperaba que se fijaran en mi comencé a mirar en derredor. Se sentían murmullos inintelegibles, por lo cual me dediqué a pensar en épocas pasadas donde yo pensaba que vivía en medio de la desgracia, de la pobreza, de la incomprensión y sin embargo, así, mirando hacia atrás, reconozco que fueron las épocas más felices de mi vida. Y fueron los más dichosos de mi existencia, porque… ¡yo era joven! Tenía tanta vida por delante para vivirla en plenitud, que no supe valorar los momentos, los instantes, que ahora los tengo guardados como si se trataran de alhajas de mucho valor.

Los vecinos del barrio, sentados de tardecita en la vereda, hablando de todo un poco, hasta que aparecía otro vecino con su silla, y se cambiaba de tema con cierto apresuramiento, si la situación lo ameritaba. Es que no todos los vecinos eran partidarios del mismo equipo de fútbol, y si se llegaba a tocar ese tema, las discusiones comenzaban, y las sillas iban quedando vacías lentamente, o desaparecían.

Pero a nosotros, jóvenes en aquellos tiempos, estos hechos a veces nos servían. Nadie se fijaba en lo que hacíamos. Podíamos hasta ir a la esquina o incluso dar una vuelta manzana. Podíamos ver a los jóvenes del barrio jugar al fútbol en la esquina y estudiar sus físicos con detenimiento, para ver cual de ellos se movía con más agilidad.

Podíamos ir caminando hasta una placita, aunque al lado de ella hubiera una cárcel y los presos se asomaran a las ventanas haciendo misteriosos e indescifrables ademanes. Ahora que lo pienso, allí, se juntaban nuestra libertad, con la opresión de una celda. ¡Y no nos dábamos cuenta!

Que lejos está todo eso, y a su vez, que cerca de mi. Me parece que de un momento a otro voy a ver a mi padre entrar por la puerta para ir al mostrador y pedir algo. O quizás sentarse a una mesa a mi lado.

Ya no miro alrededor mío, porque lo que veo ahora es oscuro y lo único que brilla es la humedad de las hojas caídas, y una Iglesia adonde ir a descargar mis pesares, o invocar con nostalgia que ese pasado, aunque sea en sueños, regrese a mi de alguna manera.

Pero todos esos sentimientos de nostalgia, se derrumbaron en segundos, cuando uno de los señores me vió, y dándome un fuerte golpe, me agarró del lomo con ambas manos, y me lanzó a la calle, mientras me gritaba:

¡Fuera bicho! ¡Acá no se permiten perros!

Liliana Lombardi