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Pepe Callampa avanza lentamente por la carretera. Está completamente solo. Deambula por la carretera sin destino fijo, no teniendo más norte que donde lo lleven sus pies. Hace mucho frío y la noche lo sorprende arrastrando su miseria y soledad en un país extranjero.

Efectúa auto-stop con la mínima esperanza de que algún automóvil lo recoja. Su apariencia deja bastante que desear. No tenía prácticamente nada cuando tuvo que abandonar el departamento en que vivía. Desprovisto de dinero, solo lleva lo puesto, y lo puesto no consiste precisamente en una tenida de gala. Son poquísimos los autos circulando a esa hora de la noche y no existen muchas probabilidades a su favor, más bien al contrario, pareciera que los conductores quisieran arrojarse encima de él, para expulsarlo fuera de la berma. Por añadidura, Pepe Callampa desconoce los alrededores, como para refugiarse de la noche gélida que le cala hasta los huesos.

Carretera de mierda- pensó castañeteándole los dientes- carretera profusamente oscura, desierta, anónima e insondable, donde las luces lejanas parecieran coludirse en función de mofarse expresa y grotescamente de él y tan solo de él.

Un estridente y prolongado bocinazo le descompone los sentidos, casi al borde de perder el control de sus esfínteres debido a lo repentino, sin embargo, por lo menos le devuelve la conciencia, regresando al costado de la carretera.

Enfila nuevamente el rumbo por una tierra de nadie, por un territorio inhóspito y baldío que lo confunde, por una zona que lo había cogido desprevenido, sin darse cuenta que estuvo caminando por largos minutos, minutos interminables por el concreto del bandejón central.

Tal vez llegando a Montreal se le facilitarían algo las cosas. Ahí se hablaba solamente inglés según se decía, al menos eso era lo que había escuchado. Pepe Callampa dominaba el inglés, pero de una manera burda y rudimentaria, aun cuando lo suficiente como para desenvolverse y encontrar un trabajo que le permitiera establecerse un tiempo, por humilde que este fuera.

Anteriormente había llegado a Quebec por accidente, por una desafortunada coincidencia que termino finalmente por costarle caro. Se asoció con un par de centroamericanos adictos al crack. Todo lo relativo a ellos fue simpático, fácil y expedito. Bajando del avión ya se habían puesto de acuerdo que vivirían juntos en Québec, compartiendo de manera recíproca los gastos.

En Québec se hablaba mayoritariamente el francés. Pepe Callampa no tenía la menor idea del francés, ni la más mínima noción, era un cero a la izquierda con respecto a este idioma, por lo que las dificultades de acceder a un trabajo se multiplicaron de modo insufrible. Su precaria escolaridad, su poca preparación, aparte de su nulo dominio del francés, impulsaron su galopante adicción que ya se había prolongado por varios años en Chile.

Finalmente consiguió literalmente un trabajo de mierda. Limpiar wateres en un cabaret de mala muerte. Qué más podía adquirir un don nadie con visa falsa y permaneciendo de ilegal.

Pese a todo, la mejor parte de su desagradable labor, consistía en lo de las “nenas”, aun cuando varias de ellas estuviesen lejos de ser unas top-models. Algunas pocas se “salvaban”, de esas cuantas eligió con verdadera devoción a Ashely, una colorina joven y bonita, tan viciosa y desequilibrada como él. En Ashely se iba gran parte de su sueldo, que a la postre se traducía en un sinnúmero de dosis de crack y en un montón de botellas vacías desperdigadas por todos los rincones de su pieza.

El amor, la necesidad o la obsesión que Pepe Callampa mantuvo por Ashely estuvo muy lejos de ser lo que él hubiese querido en realidad, por lo cual se generó una tortuosa relación entre ambos, que decantó en un sin fin de escándalos, discusiones y golpes. Pepe Callampa no fue correspondido a la altura de lo que se merecía, de eso no cabía dudas.- Fui terriblemente ingenuo, un absoluto y completo imbécil- se decía lamentándose después. Quizás no se equivocaba, Ashely era lo que era, una puta, y obviamente que una puta bien puta no se vuelve señora de familia ni madre de los hijos al lado de un tipo tan pobretón como él.

El crack superaba con creces a la pasta base. Las rocas no se comparaban en nada con los “monos” que vendían en su población. Su efecto era mucho más potente y duradero. Su adicción se incrementó más temprano que tarde, como nunca antes, aparte de su tolerancia que se volvió incluso mayor que la de su consumo habitual de pasta base en Santiago. Fumaba a cada rato, todo el día, inclusive en horas de trabajo. Verdaderamente que necesitaba de sus efectos, sin su consumo no podía hacer nada, no podía continuar funcionando en medio de una ciudad que le resultaba ajena y hostil en demasía.

Estaba frustrado con su trabajo, que calificaba simplemente de asqueroso. El trato de los canadienses hacia un tipo moreno y tercermundista como él, era abiertamente despectivo, era como si observaran a una cucaracha miserable, trapeando perezosamente el piso meado, los mojones y los vómitos que dejaban los mismos putos y malditos usuarios sin conciencia. Esa era la decadente clientela del cabaret, que ya de por sí era marginal en su propio país, y esa misma chusma era la que lo trataba como a un animal, como a un sub-humano que se confundía entre los mismos desechos con los cuales trabajaba.

Su masiva ingesta de crack lo llevaba también a sufrir de alucinaciones, delirios y estados paranoides en que Ashely siempre aparecía y reaparecía como la causal de su inestable comportamiento, sin descontar sus incontrolables y variables estados de ánimo. La maligna Ashely que se había aprovechado de él como una endiablada sanguijuela. Quería matarla, estaba convencido de eso, tenía que matarla, estrangularla con sus propias manos, por mala, por puta, por ser una reconchesumadre la perra ultra bastarda.

El “Loco Cifuentes” , un viejo y conocido hampón de la capital, le había “fabricado” su visa para viajar a Canadá o a dónde se le ocurriese. “El Loco Cifuentes” no le cobró caro, el avezado y experimentado narco, fue mucho más dadivoso y transigente que con otros. “A buey viejo pasto tierno”. Pepe Callampa no tuvo más que hipotecar su modesta vivienda y dejar en prenda a su hermana menor, que contaba con tiernos dieciséis años. El Loco la había querido desde que nació, desde que abrió sus ojos el Loco la adoró envuelta entre sus pañales. Para Pepe, que el Loco quisiera a su hermana era una garantía, la mina estaba lista, nadie tendría que preocuparse por ella, porque no le faltaría nunca nada, ni una buena casa, ni una buena educación, ni buena ropa, ni nada de nada, el “Loco Cifuentes” la haría su señora con el tiempo y en pocos años se transformaría en la reina de la población.

Ahora echaba de menos al “Loco Cifuentes”. Más vale que se hubiera quedado trabajando con él en Santiago. Nadie pudo sacarle de la cabeza eso de probar suerte en otras partes, ni siquiera él; con sus innumerables ofertas de éxito y prosperidad a corto plazo.

Pepe Callampa se dejó llevar por las historias de sus conocidos que habían recorrido el mundo entero, generalmente a la mala. Pepe Callampa se dejo encandilar por lo que le referían, tanta maravilla y tanta belleza al alcance de la mano, no eran cosas que el quisiera rehusar, y estaba decidido a triunfar pese a todas las dificultades que se le pusieran por delante. Salir a conquistar el mundo, pero a la buena, obteniendo y manteniéndose en un trabajo digno y decente, no como esos “lanzas” que el conocía, no como aquellos que le hablaban de la “tierra prometida” y que pasaron la mitad de sus estadías entre rejas, pagando día a día las fechorías cometidas en sus correrías. El no sería así, el no pasaría por eso nuevamente, no señor, por ningún motivo, eso era cuento viejo, para eso ya se había mandado varios “tour” por las cárceles de la capital, no sacando nada bueno en limpio, solo acumulando rabia, frustración y unas cuantas historias y traumas por los cuales deseó muchas veces el no seguir estando vivo. El ya se veía dueño de una casa con un enorme jardín, propietario de una gran camioneta cuatro por cuatro, paseando a sus hijos y a su hermosa y rubia señora, como cualquier otro primermundista nacido y criado en aquellas lejanas tierras de su fecunda imaginación.

Nadie se detiene, por más que ponga medio cuerpo hacia la carretera, ningún conductor se anima a llevarlo. Llegar a Montreal o a donde fuese, esta convirtiéndose en uno más de los tantos espejismos que pululan en su mente.

Para colmo de males se encuentra “angustiado”. Los últimos cristales se los consumió en medio del camino, apenas saliendo de Québec. El pensó que contaba al menos con una dosis más, para poder sobrellevar lo tedioso y duro que estaba siendo su travesía. El pensaba que tendría más suerte y que ya para esa hora se encontraría en Montreal o en cualquier otro pueblucho de mierda, instalado cómodamente en una cama o por último en un granero o en un colchón semidespedazado por los perros.

Angustiado y sin ni uno. Solo y a merced de una ansiedad incontrolable que se agudiza más ante la situación que enfrenta. Debe respirar y calmarse. Inhalar hondo y exhalar hasta el hollín que se halla adherido a sus alvéolos. Pepe Callampa experimenta un sin fin de síntomas hipocondríacos, malestares muy propios de la breve abstinencia que esta sufriendo. Finalmente es capaz de relajarse. Recobra la tranquilidad al sentarse algunos minutos al borde de la carretera. Un respiro de alivio le hace entender que ha ganado momentáneamente la batalla y que la taquicardia o la crisis de pánico no se lo llevará con ellos esa noche, más no puede continuar así, necesita dinero como sea, a como de lugar, necesita de unas putas dosis antes de volverse loco o de matarse.

Sus compañeros de apartamento tenían mejores trabajos que él, aparte que no sufrían de la discriminación por la naturaleza de los mismos. El cubano extasiaba a sus alumnas mediante sus pasos de baile. Ejercía como profesor de salsa, merengue, cumbia y otros ritmos caribeños en un sitio turístico relativamente concurrido. El puertorriqueño era más “piola” y en el lugar que se desempeñaba pasaba prácticamente inadvertido. Oficiaba de croupier en uno de los casinos de la ciudad.

Sin embargo, al poco tiempo no tuvieron más necesidad de seguir trabajando, salvo el cubano que adoptó su trabajo a medio tiempo, porque además de entretenerse, conseguía fácilmente mujeres y clientes. Ahí estuvo la gracia de su trabajo, precisamente con lo de “los clientes”, aparte de las minas. Pronto dejaron de trabajar, se levantaban a medio día con el único propósito de encender la televisión o de chatear por el computador.
La venta de crack obtuvo gran convocatoria. Por medio de sus celulares y la proliferación de millares de automóviles desconocidos abastecían a todo Québec de la sustancia. El departamento se convirtió en un antro de adictos que entraban y salían día y noche. Las mujeres o las “rucias”, como les llamaban, no tenían necesidad de pagar. Pepe Callampa nunca se había metido con tanta mina rica en toda su vida; su pieza, así como la de los otros, se transformó en un verdadero lupanar. Tetas y culos inimaginables, de todos los portes, tamaños y medidas. Coños y culos siempre abiertos, girlas ardientes y lujuriosas, mojadas hasta los muslos, anhelantes de chuparlo, de que se lo metieran por todas partes, mientras sus caras reflejaban el orgasmo doble, propiciado por la dureza de los falos y el volador envión de adrenalina que provenía de los sólidos cristales.

Todo iba supuestamente bien, Pepe Callampa no podía quejarse de las regalías que disfrutaba al permanecer junto a sus eventuales compañeros, no obstante, ese era el problema, lo de las minas era un asunto que sobraba de los excedentes, una cosa que se daba por sí sola, totalmente aparte de las jugosas ganancias monetarias.

Pese a la amistad y cordialidad que había entablado con los centroamericanos, estos nunca tuvieron la suficiente confianza como para incluirlo dentro del negocio; se limitaban a convidarle de su mercancía para terminar vendiéndosela a más bajo costo.

Vivir con Pepe Callampa era todo un reto. Escandaloso y malviviente, no era capaz de sostener una sana convivencia con sus pares. Afrontaba los quehaceres domésticos con una desidia y flojera descomunal, nada de lo que hacía quedaba bien hecho, por otra parte, sus actitudes e impulsivos arranques de violencia intimidaron más de una vez a sus compañeros, que no llegaban a comprender ni asimilar el grado de intoxicación que Pepe Callampa padecía. Lo otro era la tormentosa relación que sostenía con Ashely; ni ellos, ni nadie en el vecindario, quedaban ajenos a las verdaderas revueltas que provocaban. Las maldiciones y los gritos destemplados se dejaban sentir con fuerza en medio de la noche, así como la estrepitosa quebrazón de objetos y el lanzamiento de diversos artículos a través de las ventanas. Los compañeros de Pepe Callampa, pronto le hicieron ver todos los inconvenientes que ocasionaba debido a su pésimo comportamiento, no obstante, Pepe Callampa se limitaba a asentir en todo lo que le decían y nunca rectificó, todo lo contrario, su comportamiento en general termino por empeorar.

Estaba claro que Pepe Callampa se encontraba dolido al ser ignorado y sutilmente excluido del negocio que ambos centroamericanos manejaban. Por este motivo en especial, no tardó en acumular envidia y resentimiento hacia sus compañeros, los cuales finalmente determinaron expulsarlo del departamento, debido a varias razones además de las ya anteriormente mencionadas.

Pepe Callampa comenzó a reducir especies cuando ya se fue quedando sin dinero y sin trabajo para mantenerse. De paso mantenía a la veleidosa Ashely, quién no le aportaba ninguna cosa más que compañía y sexo gratuito. Entre las especies fueron varios los accesorios que ambos centroamericanos extrañaron, además de dinero en efectivo. Sabían que el chileno se estaba dando la gran vida con la puta esa y que si se encerraba todo el día en la pieza no producía ni un solo dólar. En conclusión, Pepe Callampa se los estaba cagando. Para ellos no fue fácil la resolución de sacarlo, todavía conservaban algo de estima por él, aunque también se dieron cuenta que Pepe Callampa representaba un riesgo que no estaban dispuestos a tolerar. El chileno jamás reguló su situación en Canadá, ni tampoco lo haría. Si lo seguían encubriendo, también podían ser deportados a sus países de origen, peligro que bajo ningún aspecto se hallaban dispuestos a aceptar.

Cuando Pepe Callampa dejó de pagar el alquiler, acabó definitivamente con su paciencia. Tácitamente le dijeron que se iba de inmediato, por las buenas o por las malas, y Pepe no tuvo más opción que aceptar su partida; no era mucho lo que podía hacer, al encontrarse encañonado por el revólver que apuntaba el cubano hacia él.

La bencinera resplandece fulgurante como un ovni o una luciérnaga en medio de la noche fría y oscura. Es el primer local que encuentra tras kilómetros de infructuosa caminata. Pepe Callampa titubea, no decide que hacer, pero tampoco quiere pensar demasiado. Sabe que sin un miserable dólar seguirá reducido a la nada, la urgencia de una dosis milagrosa es lo que más tiene presente, con el fin calmar la agonía de sus sensaciones y la macabra cercanía de la muerte que le atormenta mediante un coro de obsesiones e ideas suicidas.

Atraviesa la carretera enfilando hacia la bencinera. El sudor cubre su frente copiosamente, así como también las manos temblorosas que le recuerdan a cada momento su maldito estado de abstinencia. Se para en frente del local, los automóviles brillan por su ausencia y el viento con su ráfaga invernal lo congela ante él y su destino.

Pepe Callampa no tiene armas, ni siquiera un misérrimo cubierto de mesa, a pesar de eso ya nada le importa, Pepe Callampa está decidido. Penetra en el local que a su vez funciona como un escuálido minimarket. Entra mirándolo todo, observándolo todo, como si portara una billetera repleta de dólares con los cuales efectuar la compra familiar del mes. No pierde detalles, fija sus ojos hasta en los artículos más insignificantes, a sabiendas de que allí no le interesaría nada más que un par de botellas de alcohol.

Pepe Callampa hace caso omiso de las cámaras. A estas alturas no se arriesgaría por unos cuantos sorbos. Necesita imperiosamente de dinero. Inminentemente. Necesita llegar a la caja registradora e intimidar de cualquier forma a ese inútil dependiente que no hace otra cosa más que distraerse con un par de jovencitas. Qué lástima de no tener una pistola con que encararlo- se dice- por último una “matagatos” o una cortaplumas- se recrimina. La indecisión lo pone más nervioso y su deambular constante por entre los pasillos hace que el dependiente preste mayor atención; ello resulta lógico, Pepe Callampa da vueltas y más vueltas por el local sin objetivo aparente, además de no comprar absolutamente nada.

Su ansiedad crece y eso definitivamente lo mata. De nuevo esta paralizado, sintiendo que cada latido es un martillazo en la cabeza, que otra vez se halla parado frente a la bencinera preguntándose que hacer. Ahora el dependiente lo mira detenidamente, mientras busca algo debajo del mostrador con precaución. Pepe Callampa comprende que ya no puede dilatar más aquella exasperante situación, pero tampoco desea quedarse sin nada. Analiza rápidamente su entorno y reacciona; corre raudo, a toda prisa, en una fracción de segundos arrebata la cartera de una de las jóvenes, que gime y aúlla desconsoladamente. Pepe Callampa acelera el ritmo, corre a toda máquina, con todo lo que tiene, con el corazón desbocándose por su boca. Atraviesa la carretera como si fuera a ganar los cien metros planos de las olimpíadas, porque ya no solo se trata de la cartera o del contenido que adentro encuentre, ya esta en juego su vida, la miserable vida que le obliga a realizar cualquier tipo de cosas para satisfacer su implacable vicio.

El dependiente sale tras de él, lo persigue manipulando un revólver que no vacila en darle alcance. Los tiros se pierden en medio del follaje, Pepe Callampa se ha internado en un bosque cercano, pese a ello debe seguir corriendo, a pesar de querer lanzar lejos la cartera por el peso que reviste. El dependiente insiste, persiste en alcanzar a su escurridizo blanco, los disparos recortan el aire silbando muy cerca de Pepe Callampa; este sigue corriendo sin parar, hasta que una pausa le indica el momento exacto para refugiarse. Su asesino potencial debe recargar.

El viento surca levemente por entre las ramas, anestesia momentáneamente los sentidos de una noche tensa. Pepe no tiene tiempo para relajarse, el bosque entero es una trampa, un paisaje despiadado y traicionero que no le depara nada bueno. Sin embargo, Pepe Callampa aprovecha la pausa para rehacerse, contando incluso con el tiempo necesario para examinar en que consiste su botín; cosméticos, cosméticos y más cosméticos y cincuenta dólares. Pepe respira aliviado, al menos valió la pena su incursión, aunque sigue manteniéndose estático y atento al menor de los movimientos.

Agacha instintivamente la cabeza y apega todavía más su cuerpo al tronco del árbol. Cubierto detrás de este se ha hecho prácticamente invisible. Escucha sigilosamente los pasos de su perseguidor, cogiendo uno de los garrotes diseminados por el bosque con sumo cuidado; se sonríe maliciosamente, el dependiente le ha perdido la pista y también se ha extraviado. Pepe Callampa lo ubica y observa entre las penumbras, el dependiente gira en torno suyo apuntando de un lado a otro como un ciego indefenso.

Pepe Callampa discurre en cuanto a la próxima jugada. Lo de correr en dirección contraria ni pensarlo, terminaría por delatarse de inmediato. Tampoco se encuentra en condiciones de esperar, necesita componer el cuerpo fumándose una dosis lo antes posible. No ve otra alternativa que matarlo, así las cosas, por más drástico y dramático que fuese. El dependiente no dudaría en hacerlo, vaciaría la nuez de su revólver sobre su cuerpo sin piedad.

Pepe Callampa se prepara, se inclina suavemente apoyándose del tronco. En el fondo, no quiere saber nada más de todo esto, ni de él, ni del dependiente ni de nada, lucha incansablemente con su mente, para desplazar todo pensamiento, toda conciencia, todo resquemor, escrúpulo y vacilación que pueda obstaculizar su tétrico propósito. Solo pretende y quiere concentrarse en dos visiones fundamentales; los cincuenta dólares y el crack.

El rastrojo de alma que aún le queda se enfría tanto como uno de los polos. Sus ojos se endurecen pétreos como las rocas del sub suelo. Toma la iniciativa y corre blandiendo el garrote con toda la fuerza contenida en ambos brazos. El dependiente, atacado por sorpresa, no alcanza ni siquiera a darse vuelta. Su cabeza destrozada rueda por el suelo hecha pedazos.

Demudado, estupefacto, Pepe queda sumido en una especie de trance hipnótico y profundo. Contempla la escena de su crimen como si ya no estuviese ahí, como si lo acontecido no fuera más que otra historia añeja relatada por sus compinches. Aún no puede convencerse de la disección ocurrida entre los despojos del cráneo y ese cuerpo acéfalo que fue producto de la combinación fuerza-garrote- cabeza disgregada por doquier. Pese a lo truculento de su vida, Pepe Callampa nunca había matado a nadie. Para todo se dice que hay una primera vez. Lamentablemente, desde ese minuto no le sería tan simple sacar aquel episodio de su conciencia, aunque lo enterrara bajo incontables vivencias dentro de su mente.

Pepe Callampa se rehace lentamente, levemente se incorpora, observando el cadáver por algunos instantes. El silencio ahora no es su cómplice y el viento enredándose por entre las ramas es incapaz de devolverle su sonrisa maliciosa.

Prosigue la marcha que llevaba, en dirección opuesta a la carretera. Avanza meditabundo, desorientado, sí, una dosis, una puta dosis, eso era lo que estaba necesitando, sí, los cincuenta dólares, el crack y eso de anestesiar los malestares. Por eso había ocurrido algo, quizás lo de las balas, algo de un garrote y un cuerpo descabezado de alguien desconocido que yace atrás. Sí, la puta dosis, sí, se dijo radiante y feliz, ahora si que podría comprar, ir por varias dosis, dosis, subir y bajar, inhalar y exhalar crack, crack.

Aun cuando Pepe Callampa desconocía los alrededores, atravesó el bosque, saliendo por un camino aledaño a la carretera. Avanzó unos pasos, donde alcanzó a vislumbrar aquellas luces rojas que giraban en torno suyo, antes que los potentes focos del automóvil cegaran sus ojos por completo. Apretó los dólares en forma instintiva, los dólares cuajados de sangre y luego sintió las ordenes que le obligaban a separar las piernas, azotando brutalmente su rostro contra la puerta de la patrulla, percibiendo aún su ropa humedecida, la imagen del cuerpo degollado, la luma que acalló su voz y el ruido, el contacto de las esposas aprisionando sus manos, quitándole la libertad, sus sueños de prosperidad y anticipándole de un solo vistazo el derrotero de su destino cuando fuera deportado a Chile; los días interminables, vacíos, y la desolada esquina de su población, encontrándose “angustiado” y vendiendo hasta lo que no tiene por un mísero “mono” de pasta base.

Texto agregado el 28-07-2009, y leído por 217 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-07-2009 Buena trama y bien escrito. fulana
 
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