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Porque esas noches solo, pensándote bajo esa lluvia veraniega, con el sol al horizonte, me hacían creer que vivir es el más dulce de los castigos, y que morir es la más amarga libertad.

Porque esas calles levemente iluminadas que te acogían no parecían ser tan esquivas cuando yo te acompañaba.

No, ¿verdad? No nos importaba viajar hasta esa tormenta al otro lado de la cuidad mientras supiéramos que no íbamos a regresar. Tú y yo juntos. Eso no era lo importante. Aunque no podría yo decir qué lo era. No podía decirlo en ese entonces, ni podría decirlo ahora que lo pienso. Pero sí podía decir qué era superfluo, y superfluo era el viento, el aire y el cielo, aquellas moradas que aún dormían, aquellas personas que no existían, aquella tierra que se escondía de nuestros pasos.

Mas no así, quizás, aquellas hojas que repicaban sobre tu cabello descubierto, bajo tu paso acelerado, que no sé en realidad porqué se apresuraba en buscar algo que ambos sabíamos no nos esperaba, ni nos espera, a ti, aún.

Y cuando ya lograba mantener tu marcha acelerada, se abrió ante nosotros una calle, una más, tan igual y tan distinta a todas las que dejamos atrás y a todas las que no llegamos a deslustrar. Una calle donde te detuviste, levantando los ojos expectantes al cielo, aún sabiendo que las nubes que lo cubrían no albergaban los truenos de la tormenta que buscabas, ni la noche fingida de la borrasca.

Y yo sé que tu eterno cigarro me dijo que no debía continuar observándote ahí, pero ese frío amanecer no parecía querer contentarse con humedecer sólo el asfalto alrededor de tus pies, ni al humo azulado que salía despectivo de tu boca.

Y a medida que las luces se apagaban yo podía notar que tus ojos eran opacos con o sin ellas. Y supe que me habías mentido una mañana sin luna.

Porque no parecía ser razonable que tú estimaras más esa brisa que a tu propia palabra. Y yo, como siempre, impasible, imitándote, esperando o soñando un favor que no me darías, aunque lo añoraras con toda tu alma atormentada.

Y esas cenizas que tan bien guardaste en tus manos no parecían serlo, por eso cuando se elevaron el remolino casi se lleva parte de tu alma inabarcable. Mas al momento en que me miraste ya no importaba, una vez más, o menos. Una vez más que dejaste ir aquello que tanto te turbaba.

Y ya la gris mañana iluminaba con facilidad el vaho que escapaba de nuestras bocas, separadas. Eso no era muy importante, sino que la tormenta nunca llegaba.

Y ¿te puedes imaginar un principio sin razones? Me fue difícil apartarme de tu mirada acusadora. Si la llovizna te cubrió fue porque no quisiste acallarla, yo no podía ahuyentarla. Ni siquiera podía ahuyentarte a ti, ni siquiera intentar un ademán de lejanía. Aunque tampoco al contrario, tampoco podía ni pensar un gesto de proximidad bienintencionada.

Y cuando decía tu abrigo que realmente no arropaba, tampoco era yo responsable de aquella casi imposible hazaña. De resguardarte.

Porque cómo poder hacerlo si no parecías querer ni mirar el fondo de mis lentes oscuros.

Pero sí, es verdad. No era capaz yo de adivinarte, y sé que tus guantes me lo amonestaban a menudo. Aunque aún recuerdo vividamente aquellas contadas ocasiones en que me recompensaron la capacidad casi errónea de vislumbrar el frío bajo tu careta inescrutable.

Pero si te dabas cuenta, en realidad no era del todo descartable. Tu apagada mirada no hacia más que llamar a la calma a una tormenta que se avecinaba, pero que no quería venir. Y yo, ahí, cómo saber si apaciguar la calma o fomentar la catástrofe.

Así me dije que quizás ya había estado en ese lugar antes. Quizás ambos, impacientes y tan sosegados. Eso no era lo que importaba.

Fue entonces cuando no creí ya, sentado en el asfalto mojado, que en esa mañana aconteciera alguna llamada pesarosa, pues tú continuabas escuchando la llovizna que caía. Y seguía consumiéndose el eterno cigarro, y mancillaba aún al aire tu bufanda encabritada.

Si había gente, yo no la vi. Y supongo que tú con mayor razón los ignorabas. Nunca pareciste ser demasiado prudente.

No sé si te preguntaste lo que solía ser, yo me lo preguntaba a menudo. También me preguntaba qué era en aquel preciso instante. Y tú. Qué. Nosotros, no sé, no importaba demasiado.


Y era tu cara mojada la que quizás dijo una mañana que importaba. Pero ¿quién se podía ya acordar?

Me gustaría haber sido yo quien lo dijera. Quién sabe, quizás sí fui yo, y no sufro por no haberlo dicho, sino al contrario. Quizás es arrepentimiento mal justificado.


Y la mañana anochecía ya, sin medio día. Y partías tú perdido en la última brisa plateada, que seguías contemplando, que seguías estimando más que a ti, que a tu propia voz, que a mí, a nosotros, apartados, empapados bajo la llovizna que se acrecentaba.

No, me dije, te dije, quebrantando el amanecer tan ocaso. Porque ese árbol que se sacudía a tu espalda no sé si aplaudía o lloraba.

Pero pensé que era ya suficiente. Por un momento creí que tu bufanda me detenía, pero habría sido demasiado intentar comprobarlo, demasiado el sólo imaginarlo. Y no me arrepiento del todo. No aún. Porque otra vez, una más, dejaste ir aquello que tanto te turbaba.

Así, retrocedí los pasos por esas calles mal iluminadas. Tan naranjas y tan grises como tu propia sonrisa., como ese mismo cielo encapotado, de esa misma noche agria.

Porque del viaje sin retorno sólo regresé yo, ya, solo. Eso importaba demasiado, ahora lo sé, lo supe entonces, y quizás tú también. Pero, supongo que para ti era muy difícil levantarse de ese cemento mojado, como para seguirme, quizás, o sólo observarme marchar o sólo poder quebrar la risa por un instante, o tal vez dejar de esperar la tormenta que nunca vendría.

Porque recorrer estas calles esquivas me es un poco más difícil intentando pisar mis huellas borrosas que avanzan hacia el lado contrario.

Porque ahora que lo pienso, ya no sabría decir si partimos en la noche o al amanecer. Ahora que lo pienso quizás esas luces naranjo grisáceas no eran más que el reflejo de tus ojos opacos, que no me veían, ni me miraban.

Ahora que te pienso bajo la llovizna, me pregunto si estabas realmente ahí. Aún. Ahí.

Ahora, perdido entre estas cobijas enclaustrantes, te pienso, y me pregunto si aún estarás prefiriendo la brisa a tu exigua palabra, o si llevarás ese abrigo que rogaba por ti. Me pregunto, por primera vez, si te arrepientes de tu boca sellada.

Pero ya no se regresa más. Ni yo, allá, ni tú. Porque ya no se puede saber. Ya no se puede saber.

Texto agregado el 28-07-2009, y leído por 252 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-08-2009 quedo con el personaje de gafas oscuras;tan olvidado de sí mismo, desconectado absoluto.Mucha melacolía desbordada de los límites de un día más. galletita_s
28-07-2009 Sí, convence, a mi juicio, escribes con fluidez y, esto, logra atrapar la atención del lector. murovsanado
 
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