Hubo quien esperó el momento y quien dudó que llegara, pero yo había tomado posiciones en el porche de la casa, acogida por la mecedora, armada con mi manta (para guarecerme de tus hazañas). Tomaba el té, negro, una de azúcar, mitad de leche, con la imperturbable mirada de los años. En el cristalino fijé los recuerdos que habían de servirme de armadura.
Esa misma mañana desperté, como siempre. Las noticias del día anterior habían dejado su fuego en pesadillas que la brisa disipó al levantarme. El gesto más rutinario convertido en 14 de Julio. Miré por la ventana y descubrí que después de la tormenta, uno no aprecia la calma. Quizás esto sea porque es una calma estúpida y aletargada, sin calor ni risas. La resignación sucedió al gorgoteo jovial y a mi caótica tristeza. Leí en el diario que los periódicos no hablarían mas de ti y sin querer tiré la tostada al suelo. Limpié los restos de mermelada con un poco de orgullo y alguna lágrima. Me bebí el zumo y me dirigí a la entradita de la casa.
No quise esperar dentro, escondiéndome del mismo miedo, dejando que me vengan a invadir, para poder defenderme. Esta vez esperé la decepción que había de venir sin taparme bajo la sábana. Hube de esperar en el porche algún tiempo, aguantar el embate de tus promesas y mis sonrisas, las marejadas de secretos y fotografías. Pero no hay alegría sin castigo ni espera sin que uno acabe hasta los cojones. De repente los malos augurios que nadie trajo te empujaron hasta aquí, encadenado a tus palabras. Después del atronador sonido de mis venas, te miré indolente… No hay culpas afuera que no pueda uno encontrar dentro. Ni pude decir más, ni falta que hizo, te pedí un taxi sin castigo, de vuelta a tu averno. Después, tan solo, escribí en un post-it este recordatorio eterno.
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