Una mujer desnuda caminaba sobre la árida tierra, ¿venida de donde? Ni ella sabía. Hambrienta, cansada, sedienta, se acercó a un único árbol, de tronco seco, de secas hojas, de fruto negro, que moría en la inmensidad de lo que sus ojos alcanzaban a ver. Un ángel de escamosa piel y siseante lengua lo cuidaba.
- Aléjate mortal - le dijo el vigía a la mujer – este es el fruto de la vida y de la muerte, y no eres digna de poner tus fauces en él -.
La mujer, cuyo nombre ya todos conocemos, pero que ella misma desconocía entonces, llorosa, cual recién nacido, replicó: Pero yo tengo hambre, y no he encontrado otro fruto, de árbol o de bestia que pueda comer. He caminado durante días, todo está desolado, desierto, no he pisado tierra fértil alguna.
A lo que la serpiente respondió: No soy el dueño de estos frutos, si te permito tomarlos su propietario me castigará.
Entretanto la desesperada mujer y el ángel-serpiente discutían, un hombre, igualmente desnudo, cansado y hambriento se acercó a ellos en busca de un bocado de aquel putrefacto fruto que pendía del moribundo árbol, de la vida y de la muerte.
Aullando cual bestias, hombre y mujer juntos se lanzaron sobre la víbora que guardaba el precioso objeto de sus deseos, y la sometieron. La de los redondos pechos y el velludo pubis alargó su brazo a la rama más cercana para alcanzar el alimento, mientras el de la colgante asta sostenía al demonio.
- Dejad eso mujer, es veneno, para hombres, bestias y dioses, yo puedo darte la verdadera clave de la vida, dile a este, tu hombre, que me suelte - .
Y la mujer, curiosa, pidió al hombre que soltara al demonio, y el hombre, curioso, lo soltó.
- Acerca tu oído a mi hocico – dijo el ángel-demonio – lo que voy a decirte, sólo tú, mujer, dadora de vida, puedes oír -.
Ella se acercó, y mientras le hablaba al oído, serpiente y mujer sonreían, y el hombre, ignorante de aquel secreto sonreía contagiado, sin saber por qué.
Con su delicada mano la mujer tomó la del hombre, y sobre la tierra seca posó su espalda, y sobre sí misma hizo posar al hombre. Del pubis de ella una sabia transparente brotaba, sus pechos se henchían y sus labios se secaban. El más fuerte de los dos, con su virilidad altiva, y colmado de una vitalidad antes desconocida, introdujo su falo en el abierto vientre de la mujer.
Así yacieron juntos, mientras árbol y serpiente los veían sucumbir en aquel delicioso vaivén, ambos castos, inexpertos, llenándose mutuamente de conocimiento, de amor y de vida. En esa orgía de sangre, sudor y semen, en la que terminaron inmersos, cuando ambos, mujer y hombre, hombre y mujer, vislumbraron el verdadero paraíso, el del orgasmo, se dio comienzo a la vida en la tierra. Bajo la espalda reposada de una satisfecha Eva (dadora de vida), y de un satisfecho Adán (hijo de la tierra, no de dios) se tornó todo de un verde brillante, y crecieron las plantas y surgieron las bestias, brotaron manantiales de agua cristalina, y la oscuridad que sobre ellos reinaba cesó, cuando un naciente sol comenzó a brillar.
La serpiente se alejó sonriendo, ya que el mal llamado árbol de la vida y la muerte pereció en el instante en el que todo lo demás nació. Y mientras el lomo del ángel, de aquel demonio, fenecía en la distancia, el hombre, Adán, y la mujer, Eva, contemplaron su creación.
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