EVA
Hacía mucho que la verde luz del día ya se había retirado de la ciudad. La lluvia empezaba a caer a goterones golpeando los vidrios del viejo bar. Un bar casi va-cío, casi oscuro, casi invisible, si no fuera que en el más opaco de los rincones dos hombres, enfermos incurables de alcohol y nostalgias, todavía se aferraban a una botella de silencioso y grueso vino que ya tocaba a su fin.
Mientras uno de ellos diseñaba con su dedo, intrincados laberintos, entre cáscaras de maníes y carozos de aceitunas, el otro había clavado la vista sobre los húme-dos ventanales. La lluvia ya era tenaz y las veredas estaban seguramente des-habitadas, como la ciudad misma a esta hora de la noche. Casi se podría decir que no había casi nada con vida, excepto ellos mismos y sólo porque sus ojos aún despedían esa triste brillantez. Lágrimas siempre a punto de salir, eternamente contenidas, que solo los años, las derrotas y el vino pueden dar.
El que se llamaba Orestes, el más viejo, el más borracho, el que desde aquella otra noche de lluvia se sintió sacudido para siempre por el terror y la locura, agarró la botella y se sirvió lo último que tenía, tomó apenas un trago, se limpió la boca con la manga del saco mientras tosía con una tos hueca, grave.
- Gaita, está caliente. Traé un poco de hielo o destapá otra que esté bien fría.
El Gaita era el dueño del bar. Un gallego que había traído el olor del Mediterráneo y el color de los Alpes. No solo era el dueño del bar, sino que en los altos del boli-che – donde él también vivía – alquilaba unos cuartuchos por hora, semanas, o simplemente de acuerdo a las necesidades o circunstancias de los futuros inquili-nos. Hoy estaban vacíos, pero en otros tiempos fueron guarida segura de rateros, albergue de prostitutas, descanso transitorio de maridos infieles, pero sobre todo, guardaba entre sus paredes el enigma de la inmaculada Eva.
- Orestes, no te parece que ya tomamos bastante y mañana…
- Llueve Gaita, llueve y no quiero dormirme. Cada vez que llueve sueño con mujeres que pasan como nubes y se ríen de mí. Por favor, no dejés que me duerma…
La voz de Orestes sonó suplicante. Levantó el rostro hasta encontrar los ojos can-sados, casi cerrados del Gaita. Todo su cuerpo había empezado a temblar como si una ráfaga helada lo envolviera.
- Llovía y yo la vi. Yo vi todo. Nadie lo sabe. Yo si…pero quién le va a creer a un borracho. Fue espantoso…
Las palabras de Orestes salieron en un susurro. Habló como si estuviera solo. De pronto se calló repentinamente y se notaba que sus pensamientos erraban por tiempos pasados.
El Gaita, un hombre flaco y extremadamente pálido ya se había parado al lado de Orestes y empezaba a tomarlo de un brazo para tratar de levantarlo, cuando es-cuchó nuevamente
- …fue espantoso
- ¿Qué fue lo espantoso viejo? Otra vez las voces que te atacan. Eso es cul-pa del vino. Vés porqué te digo que no tomemos más.
- La muerte de Eva, o lo que fuera…eso fue espantoso.
- Viejo, vos estás muy en pedo y cada vez más loco. De que muerte me hablás. Lo que pasa es que vos estabas caliente con la mina que nunca te dio bola y un día se piantó. Seguro que con algún noviecito y eso te puso más loco de lo que sos. Se fue. Desapareció. Y esa sí que era loca, o no te acordás…la loca del paraguas.
- Gaita: Eva se suicidó…yo la vi.
- ¿Y el cadáver? Lo enterraste vos. Nó…ya sé, lo embalsamaste y lo tenés en tu casa. Dejate de joder y vámonos a dormir.
- Ni lo enterré, ni lo embalsamé, pero nunca lo podrán encontrar.
Orestes inesperadamente dejó de temblar, tomó el vaso que estaba sobre la mesa y lo vació de un solo trago. El vino, áspero, caliente, le raspó la garganta. Empezó a sentir primero un cosquilleo que le subía retorciéndose entre las piernas, bus-cando una salida a través de la boca. Era un torrente de recuerdos queriéndose transformar por primera vez en palabras. El Gaita abrió nuevamente los ojos, los oídos y trajo otra botella.
- No debí seguirla Gallego. No debí seguirla. Pero no llevaba el paraguas, ni el bolso. Te das cuenta. Decime: ¿quién la vio sin paraguas y sin bolso al-guna vez? Nadie. Y encima esa noche estaba nublado.
“Nadie”, dijo el Gaita. Orestes trató de recordar, ordenar todas las imágenes que se fundían y se desvanecían, aún antes de que se hubieran reunido en su mente. Cerró lo ojos y apretó la mano sobre los párpados, para atrapar todas esas minús-culas partículas de su aspecto.
Eva apareció un buen día como lo indica el Génesis, casi de la nada, casi como por arte de magia. El cielo estaba generoso, vacío de nubes y lleno de una alta luminosidad, por eso llamó aún más la atención la enigmática aparición de Eva. Cuando se abrió la puerta del viejo bar, lo primero que entró fue un enorme para-guas color rojo, un paraguas cuyas dimensiones hasta el día de hoy nadie ha po-dido conseguir. En la otra mano llevaba un pequeño bolso del mismo color. Con el correr del tiempo, el Gaita y todos los que la conocieron, empezaron a llamarla Mary Popins, o la loca del paraguas. Andaba buscando un lugar donde quedarse por unos días. Y se quedó no más hasta el día ese en que salió una noche sin su paraguas.
Eva era inmaculadamente morena y a pesar de eso emanaba luz, una luz negra, una fosforescencia oscura surgida de las profundidades. No tenía edad, era vieja y era joven, pero hermosa, su andar era indolente, como un murmullo, o un arroyo.
- Me acuerdo que lo primero que me preguntó fue si la pieza tenía agujeros por donde podría colarse el agua. En los días de lluvia lloraba, gemía, con un gemido que no era humano. Yo la oí varias veces - dijo el Gaita, como para aportar recuerdos a los del viejo Orestes.
- Fue una noche casi como ésta, yo estaba tan borracho como ahora, pero la vi bien Gaita. Te lo juro por Dios. Iba delante de mí toda desnuda. Era una noche en que parecía que todos se hubieran ido de este mundo.
Eva era una persona muy reservada. Nadie pudo sacarle de donde venía. Por el color de la piel algunos se animaron a afirmar que no podía ser sino de algún país tropical. Era del color de la tierra. Y por ser de la tierra era femenina, pero a veces no se parecía en nada a un hombre o a una mujer. Sin embargo tenía maneras de mujer. Se movía con gracia de mujer, no parecía estar hecha con las leyes de este mundo. Las demás mujeres decían que tenía todas las cosas malas de las mujeres malas. Con el correr del tiempo todos se acostumbraron a la loca del paraguas. Siempre la veían tomando el sol, como si se lo bebiera, con la cara invariablemente mirando hacia el cielo.
- Sí, pero lo que muchos no sabían, o no se daban cuenta, era que cuando estaba nublado no salía, y si por causalidad alguna nube la sorprendía en la calle, lo primero que hacía era abrir el paraguas y del bolsito sacaba un pi-loto, se ponía las botas y se volvía al bar desesperadamente, mientras se apretaba la radio portátil contra el oído para escuchar los pronósticos me-teorológicos.
- Manías de una loca, Orestes. Todos tenemos alguna o algunas. Las de ella no eran peligrosas, sino hubiera estado encerrada en algún loquero. O a lo mejor se había escapado de alguno. Quién te dice que no volvió. Dicen que algunas personas se dan cuenta que están mal y se internan solas. Era una mina muy rara.
- No, no Gallego, todo en ella era perfectamente lógico. El paraguas, las nu-bes, los pronósticos…todo. Hasta el color de su piel. Por eso te digo que ella eligió su propia muerte. Se suicidó. Yo lo vi.
- Entonces por qué no se lo dijiste a la policía cuando vinieron a revisar su cuarto. La verdad, la verdad: me sorprendió lo reluciente que estaba, como si nunca lo hubieran usado.
- Para qué. Para que se rían. Quién le hubiera creído a un borracho y encima con antecedentes de delirius tremens. Decime la verdad Gaita. Vos tampo-co me estás creyendo, y si me estás aguantando es por pura cortesía o por que todavía hay medio litro y un pedazo de salamín para poder seguir.
El Gaita se volvió a acomodar en la silla, mientras cortaba lo que quedaba del sa-lamín y el pan. Sirvió los dos vasos nuevamente
- Ahí está. Eso era lo que más me llamaba poderosamente la atención de la mina ésta. Nunca me pidió nada para tomar y menos para comer y nadie, que yo sepa, la encontró en una carnicería, verdulería. Que se yo… ¿De qué vivía, me lo podés explicar viejo?
Orestes se tomó una mano con la otra y se apretó los nudillos hasta que quedaron blancos, mientras se daba tiempo para ordenarse, o evaluaba si verdaderamente valía la pena seguir contando, o por el contrario debía levantarse, marcharse y seguir cargando con lo insoportable. Pero ya estaba en la mitad del río e ir hacia atrás o hacia delante ya daba lo mismo y, el refugio, tanto en una orilla como en la otra, ya lo había perdido para siempre.
- Una mañana muy temprano la encontré bordeando los canteros de la plaza. Se movía como una poseída, como si fuera buscando el que más le gusta-ba, hasta que se detuvo delante de uno de ellos y entonces se arrodilló pri-mero para luego acostarse y rodar y rodar por la tierra, hasta convertirse casi en el mismo polvo por el que se estaba arrastrando. Así estuvo largos minutos. Por momentos parecía una serpiente enroscada en sí misma, Después se tendía, se alargaba y se contraía con movimientos tan imper-ceptibles que parecía una inoperante y gigantesca babosa. Cuando se puso de pie, tomó dos grandes puñados de tierra y se los metió en la boca y des-pués dos más y así hasta quedar satisfecha. Luego se rrecostó en uno de los bancos, levantó la vista al cielo y dejó que el sol la cubriera…y esto también en verdad, resultó ser absolutamente lógico.
- Sabés una cosa Orestes: cuando eligió la pieza, tuvo mucho cuidado en ver si era la más soleada, ahora que lo decís. Y me preguntó si había terraza. Sí, pero está abandonada, le dije. Me miró con esos ojitos…rojizos, brillan-tes, por un momento me encandilaron. “O sea que no tiene rosas, ni malvo-nes, ¿ni siquiera un limonero?” me preguntó.
Por un instante el silencio se hizo rey del pequeño universo de madera, botellas y sillas. A esa hora precoz del día el calor se había tornado insoportable, a pesar de la lluvia. El Gallego se levantó y prendió uno de los ventiladores. Orestes tomó nuevamente el vaso pero no bebió. Su mirada se había vuelto amarilla, como la de un cadáver.
- Bueno Viejo. Pero acordate que vos estabas bastante mal con todo lo que te había pasado. La sugestión es un veneno. Los médicos te lo dijeron. Vos mismo me lo contaste. Y el tema de las alucinaciones también, que podían ser visuales, auditivas,… y hasta táctiles así que tal vez…
El Gaita y Orestes se conocían desde hacía muchísimo tiempo. Desde ese día en que se cruzaron en una esquina y el Viejo le mangó un cigarrillo, y después una noche dónde dormir, algunos tragos, y que le fue devolviendo con el arreglo de alguna puerta, barriendo una vereda, haciendo la cola en algún Banco. Estaban solos en el mundo y tal vez por eso se necesitaban mucho. No era una amistad que había nacido a primera vista. Eran apenas dos piezas del infinito rompecabe-zas que acabaron por ver que uno calzaba en el otro y con eso se conformaron. Tal vez por eso el Gaita había empezado a arrepentirse de haberlo dejado hablar sobre Eva. Hubiera sido mejor descolgar de las paredes la magia del Diego, bus-car entre las patas de las mesas alguna historia macabra de gatos y ratones, o liberar a ese par de dioses griegos del fondo de un vaso de whisky. Pero ya era tarde. Orestes había empezado a hablar, tan lentamente como si estuviera en un sueño. Todo se quedó quieto. Se notaba que hacía un gran esfuerzo para poder sonreir aunque fuera un instante, pero no podía. Es que lo primero que confesó fue que esa noche no estaba borracho y era cierto. Lo necesitaba, era fundamen-tal para poder por primera vez creérselo él mismo.
- … por eso me acuerdo bien Gaita, no había tomado nada en todo el día…
Era domingo en todas partes. La noche había caído abruptamente después del atardecer. Grandes y negros nubarrones cubrían la ciudad. La tormenta era inmi-nente. Los perros desde la mañana ya buscaban amparo bajo las mesas y las ca-mas. Las hormigas habían enloquecido, desorientadas chocaban entre sí, erraban los caminos. Un hombre apuraba el paso por la vereda deshabitada de la farma-cia.
- …se levantó un viento de la puta madre, no sabía donde meterme y la tierra que empezó a volar no me dejaba ver casi nada, pero al llegar a la esquina la ví doblar por la vereda de enfrente. Iba toda desnuda. Corría como una poseída, sus movimientos no eran naturales y encima no llevaba ni el para-guas, ni el bolso. Me crucé, quería pararla, preguntarle qué le pasaba, pero el viento era cada vez más fuerte y me frenaba, así que no me quedó más alternativa que seguirla. Iba derecho hacia la plaza…
Una mujer morena y desnuda corría sin gracia, como si fuera un maniquí, por la vereda de enfrente en dirección a la plaza. El viento le sacudía la cabeza con tal fuerza que parecía que iba a arrancársela, y en su apogeo, remolinos de cabellos se despedazaban sobre el piso, casi hasta quedar pelada.
- … cuando la alcancé, ella ya estaba sentada en uno de los bancos y…El corazón parecía que se me iba a saltar. Caí arrodillado a pocos metros de donde estaba Eva o lo que quedaba de ella. Me pregunté a que grado de locura había llegado. Quise esconderme para que no me viera, pero me di cuenta de que sus ojos ya habían perdido su luminosidad, como si hubiera quedado ciega…
Primero fue una cadena de relámpagos que iluminó de lleno toda la plaza, des-pués el trueno, y luego la lluvia, refrescante, purificadora.
- … fue tan repugnante Gallego que me cuesta describirlo. Yo ya estaba completamente paralizado. Aún en la oscuridad noté que sus ojos se habí-an vuelto desmesurados. Cuando los relámpagos la iluminaron de lleno, vi que el primer torrente salió de su ojo izquierdo y después salieron del otro, y luego de las fosas nasales, de la boca, de entre sus piernas, reventaban por los oídos, supuraban por el ombligo, miles, miles, millones de hormigas que bajaban como cataratas, desorientadas, enloquecidas, aterrorizadas buscando salvarse del naufragio que se avecinaba, y después las primeras gotas que chocan contra el cascarón Eva, oscureciéndole la piel en peque-ñas pecas negras. El cielo se abrió un poco más y la lluvia empezó a caer en goterones que comenzaron a borrarle la cara, a desdibujarla, a desmo-ronarla, y luego se fue encogiendo hasta arrugarse y desplomarse en un montón pegajoso y mojado de tierra.
Los dos hombres que estaban en el bar se habían quedado inmóviles, la escena parecía robada de un museo de cera, el ventilador seguía aportando su monótono ruido. La lluvia ya casi había parado y la puerta del bar, apenas suelta, se abrió de golpe. No fue el viento, alguien la había empujado. Primero apareció el paraguas, negro, inmenso.
MINIGABO
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