“¡Soy un triunfador!” Pensó el sexagenario don Ismael, al mirar satisfecho, su imagen reflejada en el costoso espejo; a la que le dirigió un guiño de malicia, que fielmente su imagen le devolvió.
— No cabe duda, que la vida me ha tratado bien —dijo en voz alta, sin dirigirse específicamente a nadie. Había adquirido la costumbre de hablar solo.
Terminó de arreglarse en el elegante vestidor que era parte de la recámara matrimonial.
— Ya me voy a mi reunión —le dijo a su esposa que estaba sentada en la sala.
— No llegues muy tarde —le contestó ella.
En el bar de Sanborn’s, donde todos los jueves al atardecer, él, se permitía una canita al aire, en compañía de varios amigos suyos, más o menos de su misma edad, que usaban el bar como coto de caza; donde bellas mujeres, ejercían el antiguo oficio de intercambiar caricias por dinero. Sin embargo, a la hora en que él llegó no había nadie conocido, por lo que se dirigió a la barra, donde Sam el barman, lo saludo:
— Buenas noches don Ismael, ¿le servimos lo de siempre?
— Sí, pero con poco hielo, ya ves que el tiempo está un poco frio —le contestó.
— Se nos adelantó el otoño —dijo Sam, mientras le preparaba su Whisky Buchanan, con agua mineral.
— ¿Qué movimiento hay, joven Sam?
— Le tengo una sorpresa, don Ismael, en el restaurant está una bella dama que al parecer la dejaron plantada, y se me hace que anda en busca de pelea.
— Deja que acabe este whisky que me serviste, para darme valor y de inmediato me lanzo —fue la rápida respuesta.
Mientras saboreaba su bebida, le vino a la mente, que sólo la gente audaz como él, eran los que le sacaban provecho a la vida. Gerente del negocio: Grúas don Lencho, el nombre se quedó, pues así lo conocía la clientela, desde los tiempos de su suegro; que de un pinchurriento changarro, cuando muy joven, Ismael, entró a trabajar y que al morirse don Lencho, él paso a ser don Ismael, gracias a su trabajo y visión, lo convirtió en el próspero negocio que era actualmente. Lo único malo, pensaba, era que estuviera a nombre de su vieja, ya que el desgraciado de don Lencho se la había escriturado a ella, disque por ser su única hija.
Se desplazó al restaurant, donde efectivamente estaba sola una graciosa morena de edad indefinida, probablemente en la treintena. Con su sonrisa de conquistador que la tenía muy ensayada, la abordó:
— Perdone mi atrevimiento señorita, pero dada mi edad, le aconsejo, que me permita sentarme a su mesa, para espantarle los moscones, que nunca faltan.
— ¡Gracias señor, por su gentileza! —le contestó la dama con una sonrisa, que sólo los ángeles del cielo tienen.
Y siguió la conversación que parece ser nueva, pero que es tan vieja como el mundo, en donde un señor de edad, trata de conquistar a una mujer. Después de un tiempo, la joven pidió la cuenta, y permitió que don Ismael la pagara, ella le dijo:
— No quiero que piense mal de mí, por eso ya me voy, ya el destino nos juntará en otra ocasión.
— Cuando menos déjeme su teléfono para saludarla —insistió don Ismael, sin hacer caso del tono melodramático de la palabra destino.
Karla entornó los ojos y respondió:
— Mejor deme el suyo y yo me comunicaré con usted, cuando este triste como ahora.
De inmediato Don Ismael procedió a proporcionarle el número de su teléfono celular, del que nunca se separaba y utilizaba para todas su conquistas.
— ¡Ni modo! Se me fue viva la paloma —le platicó a Sam, al pedir otro whisky ya en el bar, para quitarse el mal sabor de boca por el refresco que se tomó con Karla.
La velada no fue tan mal, pues llegaron tres de sus amigos, a los que como siempre, les presumió su carro BMW que era su orgullo. Los cuatro se pusieron a platicar de sus magníficos negocios, de sus aventuras amorosas y un largo etcétera en relación a lo que platican los señores maduros. Eran puras mentiras la mayor parte de las veces, como atinadamente, pensaba Sam, cuando los escuchó.
— ¡Ésta noche cena Pancho! —Exclamó muy contento don Ismael, pues así nombraba cariñosamente a la parte que lo distinguía como varón, mientras se duchaba, pues, Karla rompió su silencio de dos semanas y se había comunicado con él, para pedirle un consejo; tenía problemas en casa, con sus papás.
Don Ismael no podía creer en su buena suerte, una muchacha soltera en la flor de su edad, no muy joven, que aún vivía en la casa de sus padres y que había terminado con el novio. Quien mejor que él para consolarla y hacerla sentir como mujer dada su larga experiencia en las lides del amor prohibido, fiel a su lema: dame mi beso y toma tu peso, pues no quería compromisos fijos.
— Soy abeja de muchas flores —comentó al espejo donde se reflejaba su imagen y ya que le gustaba oírse hablar continuó— le compraré un regalito donde me gastaré unos buenos pesos, cuando todo termine; ella, conmigo adquirirá: además de conocer el verdadero placer, experiencia y sentido común en su vida.
Como es natural no obtuvo respuesta del espejo. Estaba contento consigo mismo, pues previsor como siempre, había separado un cuarto en el Hotel Marriot, enfrente de Sanborn’s, con dos ventajas, estaba bastante cerca, para que no se le arrepintiera la paloma y desde la ventana del cuarto del hotel podía ver a su BMW.
La cita fue ya no en el restaurant, sino en el bar de Sanborn’s, donde Sam los atendió con diligencia y discreción. ¡Cuanta labia de parte de Don Ismael!, correspondido con miradas tiernas y pocas palabras de la pudorosa Karla, mas con su sonrisa brillante y llena de promesas. Ella sólo tomó un aperitivo, pues no estaba acostumbrada al licor. Cosa que satisfizo a don Ismael y en correspondencia, él, solamente se bebió tres whiskies.
Aunque la transición del bar, al cuarto de hotel, fue complicada y con mucha resistencia de parte de ella, al final la experiencia de él, salió triunfante.
Don Ismael se sentía contento de la exhibición de su riqueza: su carro, el cuarto del hotel con sauna en el baño, el anillo donde lucía un fino diamante, su reloj Rolex de oro, sus mancuernillas de brillantes y que decir de su ropa y zapatos, todo de marca, traídos de Londres, no de Estados Unidos como cualquier payo, él no, sólo lo mejor.
La hora de la verdad, fue toda una revelación. Karla era una mezcla de ardiente cortesana y de una cándida doncella. Don Ismael probó lo que puede ser el paraíso terrenal. Dejó vagar su mente, cuando al final de las acciones, al sentir las suaves caricias de las corrientes de agua caliente, que le proporcionaba la sauna y con una copa en la mano; pensaba, en hacer una excepción a su costumbre, de pica y huye, volvería invitar a Karla a otra cita. Por lo pronto tenía que acabar de bañarse, pues debería llevarla temprano a su casa, como ella se lo había pedido, pues era una chica decente.
— Nomás me visto, mi amor y nos vamos —dijo don Ismael al abrir la puerta del baño, que Karla con el rubor en la cara había cerrado, después de bañarse juntos, para permitir a su galán terminarse su copa tranquilo, en la sauna, mientras ella se vestía.
El silencio fue la respuesta que recibió el viejo. El cuarto estaba vacio. Karla había desaparecido, y con ella los zapatos Gucci, la ropa interior Armandi, incluyendo los calcetines , el fino traje de mil libras esterlinas, la camisa Aldo Monti, la corbata italiana; el Rolex de oro, el anillo con su descomunal diamante, las mancuernillas de brillantes.
Con un dolor punzante en la boca del estómago, en traje de Adán, tal como Dios lo echó al mundo, el vejete se asomó a la ventana, mirando con ansia y… ¡Ay dolor! Vio un espacio vacio en lugar de su amado BMW.
Muchas imágenes pasaron por su mente, la vergüenza, la burla de los amigos, ¿Cómo explicarle a la vieja la pérdida del carro? Y…
En cueros, sin importarle la exhibición de su decrépita anatomía o guardar la figura, sentado al borde de la cama, triste, angustiado, pero con un dejo de honradez, exclamó en voz alta:
— ¡Soy un viejo pendejo y lo que es peor RIDÍCULO!
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