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Sus pasos largos y cansinos lo conducían a casa, su apartamento de un piso y dos dormitorios, amplias ventanas y rodeado de vecinos que no conocía ni quería conocer. Una veintena de ojos extraños que observaban su ir y venir, sin entrometerse demasiado en su vida.
Un 'hola' era suficiente para para reafirmar esa distancia perfecta e irrompible que siempre parecía estar en plena forma, y que lo alejaba de ellos y a ellos de él. Y estaba bien, era lo correcto. No se necesitaba nada más.
Se detuvo en seco frente al verde portón de fierro oxidado, que lo protegía del exterior una vez dentro de su endeble seguridad. Subió las escaleras, tercer piso, a la izquierda, sí, ahí era, puerta 31, y entró cerrando rápidament la puerta tras de sí. Y observó.
Observó ese lugar pequeño y frío al que llamaba hogar. Observó el sofá marrón desteñido, la lámpara, esa lámpara que ya no prendía. Y ese viejo televisor, polvoriento, y su gastado reproductor de cintas de video, y su cámara. ¿Su cámara?, ¿dónde estaba su cámara? Esa que lo acompañó en tantos momentos importantes, y que inmortalizó segundos y segundos para verlos en esas noches de domingo en las que tenía que afrontar la soledad. La había vendido luego de que lo despidieron de su otro empleo.
Suspiró. Se quitó la chaqueta y el sombrero, y las dejó caer. Y siguió observando.
Su habitación, allí había pasado los momentos más felices de su vida, cuando ella se colaba en su cama por las noches y las pasaban en vela, amándose. Ah, ella. Miró la otra habitación, vacía, llena de polvo y melancolía, con esa cama rosa, y el estante, y el velador, y ese olor a fresas. Sí, fresas. Su perfume olía a fresas frescas, ese que olvidó al partir, así como dejó olvidadas todas sus pertenencias en ese antro que aún la recordaba.
Y él, él solía oler su perfume en esa habitación, recordando. Solía mirar por esa ventana cada tarde al llegar del trabajo, miraba el ocaso con frecuencia, rodeado por ese perfume y se polvo que eran como el alma de aquel pequeño cuarto. Y miraba a lo lejos, miraba lo último que se podía apreciar desde aquél trocito de mundo, miraba allá lejos. Miraba ese rincón alejado de los edificios, y que parecía huir de la depresiva ciudad, ese pequeño espacio verde de césped y árboles, y aquella laguna. La laguna, el espejo de la luna que ella solía contemplar en la noche luego de hacer el amor.
Fue a la cocina, bebió un vaso de agua tan fría como ese antro cerrado de aire irrespirable que llamaba hogar. , pensó. Y suspiró profundamente, tanto como si quisiera que el alma se le escapara, y poder terminar su agonía.
Y se hizo la mañana, y con ella llegó el traje negro de ejecutivo de todos los días. Y llegaron los zapatos de cuero que lo llevaban hacia allá, otro espacio cerrado, no tan frío, pero desolado.
Cuando iba de vuelta a casa acostumbrada comprar un paquete de galletas con pasas y anís, que comía sin ganas, recordando.
-Que pasa?
-Nada, por qué? -su voz se quebró, sus ojos se hicieron de cristal, y rompió en llanto. Estaba lloviendo.
Se hizo el silencio. Y llovía. Llovía dentro de ellos porque la vida es infranqueable, y no tiene piedad con aquellos que nunca le dan la espalda y siempre le regalan sonrisas.
-Ves aquella estrella? - dijo ella luego de que llovieran sus ojos - Esa estrella será nuestra, allí iré a descansar cuando estemos en mitad del invierno. Me gustaría que me acompañaras.
Él sonrió.
-Esa estrella es nuestra, y la verás siempre, de día o de noche, porque es nuestra y es nuestro hogar. De día la verás siguiendo al sol para no perderse, y por la noche huyendo de la luna, para que no la lleven a casa por el día, y que pueda estar con nosostros.
Él sonrió nuevamente, lo invadía la pena. La besó.
Llovía.
-Cuando llegue el invierno estaremos allí, te acompañaré, lo prometo.
Pero no pasaste el invierno, ambos sabíamos que no. Partiste antes, te fuiste con prisa y de despedida me dejaste mil besos que no pude darte.
Una estrella que esté por el día siguiendo al sol, pensó. Y miró por esa ventana, envuelto por su perfume y la melancolía, y miró al sol.
Y miraba al sol y los ojos no le dolían. Le dolía el pecho, le quemaba el recorrido de sus lágrimas al deslizarse por su cara. Y entonces vió. Vió un puntillo blanco, cerca del sol, una mancha que parecía seguirlo, como sigue un pájarillo a su madre al ir al nido.
Una estrella que de día sigue al sol.
Su cuerpo débil y delgado se estiró en la cama, contemplando ese puntito, esa alegría del alma.
Ya voy en camino, cariño.
Cerró los ojos, y se durmió, y no despertó.
Te seguiré como esa estrella sigue al sol.

Texto agregado el 25-07-2009, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
26-07-2009 es triste.. nea
 
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