EMANCIPACION
Francis corría por las calles polvorientas del suburbio de Nyala. Un hermoso adolescente de 16 años, saludable y vital, responsable de proveer el sustento para su numerosa familia. Todos los días, al despuntar el alba, salía de su precaria vivienda de barro con tejados de paja, donde moraba con sus seis hermanos menores, su madre y su borracho padre.
No tenía otro esparcimiento. En la mañana trabajaba en un quiosco de venta de agua, en la tarde en una fábrica de jabón y a la noche asistía a la escuela para adultos que funcionaba a seis kilómetros de su casa, trayecto que debía realizar a pie.
La esclavitud se había abolido en África, pero el se sentía un pobre mortal sometido por su familia, por sus patrones y por sus responsabilidades.
No era feliz. Soñaba con otros lugares más bellos. Con verdes praderas y árboles gigantescos a cuya sombra dormitaría, con una sonrisa entre sus labios entreabiertos, mientras el sonido de las olas en el mar cercano arrullaría su sueño. Estaba tan abstraído en su fantasía que no había prestado atención en ese hombre alto y bien vestido que, imprevistamente, se cruzó en su camino de regreso al hogar. Su susto fue tan enorme que se quedó paralizado, mientras una transpiración helada corría por su espalda. La sangre se congeló en sus venas y el latido de su corazón se interrumpió por un segundo.
El desconocido le hablaba, pero su estupor era tal, que lo que decía era ininteligible para él, hasta que una mano se posó sobre su hombro y a su contacto volvió en sí.
--Francis, tu madre me dijo que te encontraría en el camino de regreso a casa. Voy a ir directo al asunto que me trajo hasta Nyala. Te he estado observando por el tiempo suficiente para considerarte un joven responsable y trabajador. Por ese motivo he arreglado con tu padre, por una considerable fortuna para él y tu familia, tu emancipación. Mañana partimos para Marruecos Allá te explicaré los detalles. Tendrás casa, comida y buen dinero y otros cinco muchachos de tu edad te acompañarán.
El hombre hablaba mientras blandía en su mano el papel que, supuestamente, lo liberaba de esa vida miserable.
Comenzó a caminar y él lo siguió, en silencio. Su madre lo esperaba en la puerta con lágrimas en los ojos y un atado con sus escasas ropas. Ni una sílaba salió de sus agrietados labios. Solo un abrazo apretado contra su pecho y un beso en cada mejilla. Era mucho más de lo que había recibido en toda su vida. Su padre, ávido, contaba los verdes billetes sin siquiera mirarlo. Sus hermanos no dieron señales de vida. Se marchó sin voltear la cabeza ni una sola vez. Ese capítulo de su existencia había terminado para él.
Todo lo que Francis vivió a partir de ese instante que dejó atrás su pueblo y lo que significaba para él, fue como un sueño. No quería cerrar sus ojos por miedo a dormirse y despertar en el mismo escenario en el que había transcurrido su amarga existencia.
Una vez que el desconocido sin nombre para él, reunió a los seis muchachos, se trasladaron a un hotel donde se bañaron y cambiaron sus raídas ropas por otras nuevas y elegantes y partieron con rumbo desconocido para ellos. Luego de una travesía de tres días entre auto, trenes y avión, arribaron a Casablanca: un lugar de ensueño a orillas del mar. Francis y sus compañeros se instalaron en una casa blanca, que para ellos era una mansión, con numerosas habitaciones, una para cada dos de ellos, con amplios lechos de suaves y finas sábanas y además un baño completo. Nunca había dormido en una cama, solo sobre trapos desparramados en el duro piso de tierra. En el amplio armario se encontró con un vestuario completo.
No conocía aún las labores que le tenían destinadas. Cavilaba sobre eso mientras se dirigía hacia el gran ventanal que estaba allí, a su alcance. Corrió las cortinas que le impedían distinguir el exterior y lo que vio lo dejó boquiabierto: era ese paisaje de sus sueños que había mirando mil veces en el viejo almanaque que guardaba celosamente entre sus cuadernos.
El sonido de la puerta al abrirse, interrumpió su éxtasis. Era el hombre que entraba, flotándose ambas manos, con una sonrisa de satisfacción en sus delgados labios y un brillo acerado en sus ojos.
--Francis, tienes suerte, acabas de llegar y ya tienes trabajo que hacer. Ven, acompáñame-- lo invitó con su voz potente.
Como aquella primera vez, en la oscuridad de la noche, su cuerpo se estremeció y esta vez el miedo a lo desconocido hizo presa de él. Pero era un joven valiente y en un instante se sobrepuso a esa sensación.
Caminaron uno al lado del otro, por un amplio pasillo alfombrado. Al llegar a una puerta, igual a la de su habitación, el hombre se detuvo. Dio dos golpes sobre ella con los nudillos de su mano derecha.
--Adelante. Pasen-- exclamó una voz varonil
Con la palma de la mano izquierda apoyada sobre su espalda, el hombre empujó suavemente al joven hacía el interior de un gran ambiente, lujosamente amueblado, donde sobresalía un lecho tres veces el tamaño del que había visto en su dormitorio y sobre él, un gigantesco individuo blanco completamente desnudo.
El muchacho se quedó paralizado, sin atinar a moverse. La puerta, al cerrarse, a sus espaldas, lo sacudió. Esa inmovilidad de Francis la aprovechó el sujeto para incorporarse y caminar hacia él. Con sus dos enormes manos lo tomó por los brazos y como si fuera una delgada hoja lo levantó en vilo y lo tiró sobre la cama. A continuación y sin ningún miramiento, le arrancó la camisa sin desprender un solo botón, le bajó los pantalones y el slip de un solo manotazo, lo inmovilizó bajo su enorme, lechoso y fofo cuerpo y luego de haberlo colocado boca abajo, y sin ningún tipo de pudor o miramiento lo penetró. No una. Sino dos, tres veces hasta que su deseo animal quedó completamente satisfecho y el niño destruido en cuerpo y alma. Solo en ese momento lo dejó en libertad. Ese instante lo aprovechó Francis para correr desesperadamente hacia el enorme ventanal. Sin abrirlo lo atravesó con su cuerpo, vilmente ultrajado, logrando que los vidrios al quebrase, se clavaran en él.
Su sangre inocente humedecía, a su paso, la hierba al mismo tiempo que se derrumbaba, mansamente, sobre ese espacio de verdes praderas y árboles gigantescos, a cuya sombra se iba adormeciendo, con una sonrisa entre los labios entreabiertos, mientras el sonido de las olas en el mar cercano arrullaba su sueño eterno, otorgándole a su cuerpo y alma la emancipación tan anhelada.
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