Te regalamos nuestras almas esa tarde, caía derrotado el último rayo de sol. Abatido por mi ánimo rastrero. Los colores aparecían con las voces enfurecidas al cerrar los ojos. El tiempo era agua en el mar de mi mente. No podía creerlo, la tristeza había tomado mi voz.
Decidí borrarte de mí. Hacer como tantos. Como mi propio padre había huido de ti en furibunda retirada.
No te quise más. Me olvidé unos días… pero… eres un hada dentro de mí. Eres la magia que transforma la oscuridad en el encanto que luego es amor... y luego felicidad.
Cada vez que me encuentro solo recuerdo cada regreso con la cabeza cabizbaja.
Mis pasos alejándome de allí, donde naciste, donde mi corazón sufre los vaivenes a los que se ha ido acostumbrando con los años. Donde mi felicidad nace y muere en una tarde. Donde lloro por dentro y mis manos abrazan, condescendientes, a mi cabeza que muere decaída, sabe que no te importa. Que no les importó verme llorar y suplicar por una nueva oportunidad.
Y así estoy ahora, solo de nuevo, lentamente se que regresarás a mi. Que olvidaré esa tarde cuando fui a darte mi alma. Cuando te regalé mi voz exaltada y los pálpitos de mi corazón a punto de estallar sabiendo que me necesitabas.
Mi médico me dijo que con esa operación tan delicada no era conveniente asistir, pero…
¿Cómo dormir luego, si morías esa tarde? (como lo hiciste) Pensaría que la razón era mi ausencia. Hubiera estado en el bacón observando al cielo nublarse y no hubiera sabido si es que ya no estabas o que la tarde se daba por finalizada. Que el crepúsculo había sido testigo de una batalla en la que, agonizante, habías salido vencedor. Pero aún así… ¿Cómo festejar el verte vivo? Hubiera sido muy hipócrita de mi parte si mi aliento no hubiera atacado el aire esquivando y trasponiendo la locura para ser el brazo que te levante del piso.
No hubiera sido justo abandonarte en la lucha y ser feliz si ahí estabas cuando regresase, cobardemente…
De cualquier manera estuve ahí. Como siempre. Fiel yo. Y fiel también tú a la costumbre que me acostumbra , que te entregaste al primer instante en que arremetieron ante ti.
Dos minutos duraste y mi alma cayó y se durmió, caímos del paraíso y olvidamos las estrellas, regalaste tus laureles…
No me importa ya esa tarde… resistí, y tu también lo hiciste, levántate porque te amo y te necesito más que nunca, viejo y nuevo amigo, compañero de algunas tristezas, algunas alegrías y… sobre todo la felicidad eterna, perpetua y diaria de saber que estamos el uno para el otro. Ya nunca me olvidaré de ti, porque puedo decir sin miedo que, eres mi corazón…