Un hombre de la calle.
“No es cosa de derrochar los últimos cartuchos en chimangos”, algo así se había escuchado decir a un viejo curda que solía arrimarse hasta el boliche de Pampa y Amenábar donde conocía a uno de los dueños que se ocupaba de guardarle algunas sobras de pan y restos que se juntaban de los platos. Por la mañana pasaba con un viejo termo donde le cargaban agua caliente para tomar unos mates y le entregaban las medialunas que habían quedado del día anterior.
Por las tardes se juntaban un par de señores trajeados junto a la barra del bar para clavarse un par de vidrios antes del regreso a las delicias cotidianas del hogar, así mitigaban la desdicha de la rutina cotidiana tomando unos tragos al tiempo que hacían un compás de espera y juntaban coraje para volver a casa y enfrentar la cena charlando sobre temas variados, especialmente de fútbol y política según se diera la ocasión.
En eso estaban en un atardecer lluvioso de hace un par de días discutiendo un tanto acalorados sobre el resultado de las elecciones, cuando se escuchó el chirrido de gomas y el fatal encontronazo de dos autos que se despedazaron mutuamente.
Entre los paragolpes había quedado engrampado el viejo en lo que sería su última curda. Sus piernas atrapadas entre los paragolpes y el cuerpo extendido sobre el capó de uno de ellos, mientras la lluvia lavaba la sangre que salía de su boca y se deslizaba hasta el asfalto. El vapor que brotaba de los motores, formaba una nube borrosa que dificultaba la visión. Desde el interior de uno de los autos se escuchaban gritos y llantos de dolor, pidiendo un auxilio que nadie brindaba.
El grupo volvió a la barra, repusieron los tragos y comentaron con ligereza lo que había sucedido. Al rato llegaron las chicas, Lara y el “cuervo”, apodo de Andrea en distinción a su aspecto, sin embargo a pesar de estos rasgos tenia un cuerpo tentador, linda cola, pechos generosos y una boquita golosa, todo en ella indicaba arte y vocación en las lides del amor, si bien ya no eran muy jóvenes, tanto Lara como Andrea llamaban la atención de los hombres del grupo y terminaban rematando el día con uno de ellos en algún hotel de la zona. Al rato llegaron las camionetas del “Same”, cumplieron con algunos trámites y luego de envolver el cadáver en una funda plástica no reciclable, como suelen decir en el noticiero de “Crónica” se llevaron al viejo.
El movimiento del bar siguió con su rutina habitual, gente y parejas que ocupaban las mesas, tomaban café, charlaban y leían. En la pantalla muda del televisor que colgaba de un lateral, ya se veían las primeras imágenes del choque.
El “cuervo” preguntó si alguien había visto como fue el accidente, nadie contestó, algunos pagaron la consumición y comenzaron a retirarse en silencio.
El viejo Leopoldo ya estaría guardado descansando sobre su camilla en la morgue de la calle Viamonte. Nadie se ocuparía por averiguar nada sobre él, no era más que un hombre de la calle, a quién le podía interesar que le pasó al viejo, en definitiva lo importante es que sería un problema menos para los vecinos que hacía rato se sentían molestos por su presencia. No faltó quien quiso alguna vez denunciarlo para que se lo llevase la policía, ya que lo sospechaban de peligroso. Decían que ensuciaba la vereda, que dificultaba la venta de los departamentos de la cuadra, que podía atacar alguna mujer y muchas cosas más.
En realidad solo se trataba de un pobre hombre que al cumplir los 65 años, pensó que ya era suficiente y trató de huir de una realidad que no soportaba. Ni bien obtuvo la ansiada jubilación después de 40 años de trabajo, juntó un par de cosas, algún abrigo, una frazada y una muda de ropa dentro de un bolso viejo y desteñido, sin olvidar su bombilla y un mate de cerámica con los que mateaba todas las mañanas.
Se largó a la calle luego de dejar una nota sobre la mesa para enterar a sus hijos y a su mujer sobre la decisión que había tomado. Al principio se sintió libre y feliz, después de un tiempo y de soportar algunos inconvenientes pensó en regresar a su casa, pero ya era tarde, se había convertido en un hombre de la calle.
A pesar de haber recibido una notificación del juzgado en el domicilio que figuraba en los documentos que llevaba en su bolso, nadie de su familia se ocupó en retirarlo de la morgue. Pasados un par de días y terminadas las diligencias de los seguros, su cuerpo fue cremado en la Chacarita y sus cenizas fueron a parar al osario común.
En el bar jamás se volvió a mencionar el nombre de Leopoldo, solo Fermín, el dueño de la veterinaria de la calle Pampa recordaba el encargo del viejo para que se ocupara de cuidar a su perro cuando el faltara. Le había dejado en pago sus últimas chirolas, una foto ajada y cuarteada por los años abrazando a una mujer joven y atractiva, fechada en Praga en julio de 1939, más un reloj de bolsillo marca Omega en caja de oro 18k, con su nombre y apellido grabado al dorso que recibió el día de su jubilación por sus cuarenta años de servicio en la empresa.
Andre, laplume.
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