Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por la huellas que dejan.
-Proverbio árabe-





Cuentan en los Zocos de Damasco que al llegar el Rayab, séptimo mes del calendario lunar, una joven se pasea por los cafés, y como si fuese Sherezade, dedica las noches apacibles a contar historias, le añade genios, alfombras voladoras y lámparas maravillosas y, antes del alba, convierte con sus palabras, a los comerciantes en califas, sus tiendas en palacios y sus mercancías en tesoros.

Poco después de que el almuédano de la mezquita entone la llamada a la oración del magrib, a la hora del crepúsculo, llega al interior del café donde todo está preparado. Vestida con el tradicional conax, acompañada de un libro de tapas sobadas, sube al estrado dispuesto para la ocasión, y allí entre el humo de cigarrillos, y el olor a café, da lectura a milenarias historias de héroes, relatos de intriga y penas amorosas, narra batallas muchas veces ganadas y tantas otras perdidas, les habla de tierras conquistadas y lugares ocupados por los invasores.

De vez en cuando, para dramatizar, modula las voces de los distintos personajes, profiere exclamaciones y, eleva sus manos hacia el techo del local. Los presentes escuchan, a veces ríen, aplauden los pasajes al identificarse con algún personaje de la narración o, permanecen en silencio a medida que se acerca el desenlace. Ella maneja con destreza el relato y, a menudo, deja en suspenso el final.

Al terminar la lectura, la joven desciende de la tarima, recoge la bandeja en la que se han depositado las propinas y desaparece por las calles de la ciudadela hasta la noche siguiente.

Vive en una pequeña habitación, amueblada con un camastro, una mesa que le hace las veces de escritorio y mesilla, un armario desvencijado y semivacío, algún tapiz traído desde Persia y, muchos libros que guarda, con celo, bajo la cama. Al llegar se desnuda, arrima la silla a la ventana, y deja que la brisa del amanecer la envuelva, así permanece hasta que el sol se instala sobre los minaretes de la mezquita Omeya, entonces para saciar el hambre dispone en un plato pan ácimo, aceitunas, y leche de cabra, en recuerdo de su vida en el desierto.

Le gusta observar el vuelo de las palomas, escuchar el murmullo del agua en la fuente del patio, los reclamos de los comerciantes de los Zocos, y las risas de los chiquillos que se dirigen al colegio. A media mañana acude al Hammam, donde comparte con otras mujeres sus sueños y temores. Les lee sus cuentos, pero éstos son diferentes, pues transforma las historias que ha contado la noche anterior, y les habla de mujeres osadas, hermosas e intrépidas por las que cayeron imperios y agonizaron ciudades, que conocieron el oro de los príncipes y las cadenas de los cautivos, de la libertad tantas veces conquistada y otras tantas perdida.

Su nombre es Sahar, aunque es conocida por el sobrenombre de “hija del camino”, porque según cuentan, nació en una caravana durante una travesía, y por eso su vida es un continuo viaje. Afirman que sólo pertenecer a Dios y a la tierra y, que por eso su vida es un continuo viaje.

Entre los hombres muchos son sus seguidores, campesinos, hombres de negocios, criadores de caballos y, cuentan que algún que otro jeque le ha propuesto en matrimonio. Pero ella afirma pertenecer sólo a Dios y al desierto y, que a ellos regresará el día que se disponga, por lo que no debe entregarse a nadie.

Así transcurre su vida hasta que pasados treinta días, sube al monte Cassium y desde allí se despide de Damasco, ciudad de ensueño, para volver al desierto junto a su tribu, y allí, en las largas noches de invierno, al calor de una hoguera escucha de los ancianos las historias que, una vez más, contará en los cafés a la llegada del Rayab.