SOÑÉ UNA PRINCESA
Hay una hermosa cocina con paja sobre el suelo de piedra donde la princesa en su vaporoso camisón blanco pellizca las tartas y come frutillas seguida por sus dos amigas de cabelleras flotantes rojiza y azabache.
Huyen risueñas cuando la Cocinera les arroja harina de un costal para castigarlas por sus deslices.
Con las pantorrillas al aire, corren a la siguiente habitación donde es tal la confusión y preparativos que nadie nota que la puerta de servicio quedó abierta y entonces la princesa aprovecha que sus cortesanas están ocupadas –las tontinas- con los largos manteles, los listones, las velas, las flores y los tapices para el banquete para asomar la nariz y salir quedamente.
Se encuentra con una facilidad indecible en la calle. Tan a gusto que ni princesa la creerían excepto por su piel tan limpia y su ropaje tan ligero, los bucles cayendo por sus hombros cubriendo la transparencia del corpiño.
Sin dejar de caminar, sortea charcos y montículos con los pies descalzos que se ponen perdidos de lodo. Su respiración se agita conforme más extraños franquean su paso, desviándose de último momento para mirarla o dejarla pasar.
Pasada la sorpresa, la gente reanuda su andar atropellado, sofocándola en su tumultuosa actividad de comercio matutino bajo un sol regular.
Queda cercana a un resquicio donde se guarece para mirar agobiada a la olorosa plebe. Descansa lánguidamente su atención en un muchachillo avispado, alto de cabello oscuro con cejas agudas que, a su vez, clava la vista en los bolsos de las matronas y en los adornos de los caballeros.
Sus acciones cautelosas demuestran destreza al igualar el paso de los transeúntes; los adelanta y al apresurarse, la persona en cuestión queda rezagada y despojada, sin siquiera advertirlo.
La princesa, presa del pánico, lo observa dirigirse de frente a ella y clava las uñas por detrás de la espalda en las piedras frías y mohosas del muro, pero él pasa de largo golpeándola en el hombro para pasar bruscamente hacia el interior de la casona.
Con el corazón agitado, la princesa baja del poyete donde sus pies se secaron del agua sucia y corre de vuelta al palacete de verano.
Rodea con la mano el picaporte y éste gira antes que ella lo provoque. Queda petrificada. Frente a ella, sus amigas la esperan, la hacen pasar y le hacen mil preguntas.
Pero pronto las aventuras del exterior pasan a menos cuando de la biblioteca la cautiva un resplandor anaranjado como de cobre al fuego. Avanza hacia allá con curiosidad y sus amigas están precisamente jalándola en sentido contrario, al recibidor donde los pajes hacen mil monerías para llamar su atención.
La princesa quiere ignorar esas exquisiteces para inspeccionar el fulgor y dos cosas la capturan en un instante.
Del comedor, entre los sirvientes, vestido con la librea limpia se encuentra con su cara de truhán el pillo del mercado. A un tiempo, habiendo dado la espalda a la biblioteca, un halo cálido la rodea por la cintura y la atrae contra la puerta entreabierta.
Es tal la fuerza que la arrastra en pocos segundos que le lastima las costillas y ni sabe cómo atravesó las puertas ahora cerradas en un estrépito como de ráfaga. Una garra escamada la tiene capturada y al levantar la vista se topa con el mismo demonio en forma de dragón terracota que se confunde con las cubiertas de los libros desperdigados.
La biblioteca parece pintada en claroscuro como los ojos y las fauces del monstruo que inclina su cabeza para hacer un ademán que indica el interior de una jaulita tapizada con sillones cómodos, piso alfombrado, paredes de madera fina y una llave gigantesca en el interior.
Le señala que puede entrar por su voluntad y conservar la llave, quedando así capturada de una manera muy singular a merced de la sierpe gigantesca que le dedica miradas profundas llenas de misterio.
Ella se niega rotundamente y es cuando el poderoso animal bate sus alas haciendo que las estanterías barrocas y los pergaminos en el suelo revuelto desaparezcan para depositarla en el jardín del palacio, en un claro muy especial desde el cual se puede ver el arreglo para las festividades y que queda muy cerca, no obstante, protegido por la corpulencia del dragón que, con su piel costrosa, parece un árbol que nadie destacaría en el paraje.
Se echa tranquilamente, rodeando con la cola terminada en pico una porción del jardín donde libera a la princesa.
Ella se sienta también entre las flores de manzanilla, preguntándose qué fin tendrá todo esto y si llegará a tiempo para el banquete que preparan en su honor.
Se alisa el vestido arrugado por el rapto y mira en los ojos fríos de la bestia mientras lo cuestiona.
Tranquilamente recibe respuesta tras respuesta ya sabida en las aventuras épicas. La princesa espera hasta ganarse el corazón del dragón sin entregar tanto el suyo, aunque cierto afecto sí le despierta por su extraordinaria gala de modales y atenciones protectoras, además de las inquietantes incógnitas de sus actos, la jaula, la llave, el rapto y toda la trama absurda en sí.
La princesa siente deseos de acurrucarse sobre su alma y escuchar el sonido de lo arcaico y de la combustión interna del cuerpo de un dragón pero las risas ligeras de sus amigas la distraen y voltea.
Hipnotizada por el chismorreo que se adivina, franquea los límites que el dragón señaló con su corporalidad y avanza por el bosquecillo hasta la fuente, de ahí hacia la terraza y entrando por el ventanal de la habitación de recreo entra fácilmente en la conversación sin inmutarse; es tal su adaptabilidad.
El dragón sale de entre la espesura, vulnerable. Esperando el regreso voluntario de la princesa cuando se de cuenta que él no la retuvo aún pudiendo hacerlo con sencillez cuantas veces quisiera.
Por las fiestas, todas las ventanas blancas están de par en par con las cortinas de gasa ondeando, así que el dragón rodea la casa mirando de un lado al otro y se detiene al localizar a su princesa que ahora entra en el tocador donde hay un pequeño estanque con lirios y agua cristalina.
Las amigas se deshacen de sus camisolas y la princesa las imita para seguir el juego. Dentro del agua las esperan los pajes angelicales con sus cabellos dorados y sus cejas oscuras. Se zambullen todos y se buscan en el interior del oleaje que sus brazadas provocan.
Tiernamente se entrelazan y juegan mientras la princesa los mira por encima de la superficie con el cabello escurriendo y la mirada del dragón clavada en sus sienes a la derecha, por las puertas abiertas que cruzan el pasillo.
La princesa se dispone a salir del vital líquido cuando siente un roce delicado en su muslo y de entre sus rodillas emerge la traviesa sonrisa del truhán del mercado.
Limpio y blanco como un joven bien acostumbrado que únicamente roba para reclamar la buena vida que disfruta, le dedica una nueva risa y la atrae hacia sí.
Los demás salen del otro lado del estanque y corretean pícaramente mientras la princesa sin pestañear o sonreír, espera a que el dragón intervenga en la frívola escena. |