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Sólo unas horas más y sería- al menos ficticiamente- libre por unos meses.

Cada uno de los días en el trabajo iniciaba y terminaba siempre igual. Caminar una corta distancia hasta la oficina, sentarse en su escritorio, atender a los clientes con amabilidad. Luego al salir, la sonrisa servicial de su novio la esperaba, sonrisa que había aumentado considerablemente de tamaño desde que ella le diera a conocer la feliz noticia.

Ella había vivido de esa forma por años: mismo trabajo, mismo novio, misma casa, igualmente eran los mismos los autitos que pasaban cada día frente a la ventana de la oficina y seguía comprando la misma marca de tallarines desde que se independizó y se fue de la casa de sus padres.

No pedía mucho de la vida, siempre dijo que tener un techo y dinero suficiente para comer le bastaba. También dijo alguna vez que todo aquello que no llegara a ella por las buenas, era probablemente porque no se lo merecía o porque no lo necesitaba.

Sus mañanas en el trabajo se iban atendiendo clientes, tomando cafés cortados y pensando. Pensaba en tiempos pretéritos, en sus tiempos de niña solitaria que pasaba encerrada, que no jugaba con los otros niños, que estaba castigada sin televisión aun no haciendo nada malo (“ hija, esas comedias no son para niñitas de su edad”). Le dolía esa etapa tan desperdiciada…podría haber hecho más cosas. Nadie dice que sus padres fueran tiranos, nunca lo fueron, siempre quisieron lo mejor para ella… así que estaba bien, ella no lo hubiese querido de otra manera.

Pensaba también cosas irreales, que de pronto, por ejemplo, aparecería por la ventana un príncipe azul (que extrañamente en su imaginación tenía la cara de ese amor de infancia que nunca se concretó) y la salvaría de ser engullida por la rutina, por su pequeño departamento tan insoportablemente iluminado, tan feliz, con plantas por doquier que la saludaban cada día como diciendo “mira, que hermosa vida tienes, es todo lo que hubieses querido, cierto?” , la salvaría de su trabajo lleno de compañeros sonrientes que lanzaban felicitaciones como si fueran aspersores de agua “Ay linda, felicitaciones, y ¿cómo se va a llamar tu guaguita?”, la salvaría de su novio...¿su novio?.
Siempre que llegaba a ese punto sus pensamientos vertiginosos se detenían, ¡ Dios, cómo podía pensar en ser salvada de su novio! ¡ Su novio tan gentil, tan atento, que se derretía de amor por ella, que soñaba con una casita en el campo con ella y el de la mano besándose mientras la niña corría por las praderas!. “Soy una malagradecida”- se decía a sí misma- “él siempre me quiso, siempre se preocupó por mí, me quiere tanto que las dos veces que traté de dejarlo amenazó con matarse…ha sido tan bueno”.

Ese día miró al reloj, que la miró de vuelta revelándole que faltaban sólo quince minutos para liberarse del yugo del trabajo. “ Quince minutos”-pensó- “quince minutos y me voy a mi casa a estar tranquila, me doy una ducha y empiezo a planificar las cosas de la guagua. Voy a tener que irme a vivir con Adrián…él quería que dejara de trabajar, dijo que con su sueldo alcanzaba para mantenerme a mí y a ella, que yo tenía que preocuparme de cuidar a mi hija. Sí, eso voy a hacer, cuidar a mi hija, cuidarla…”.

Abrió la puerta del departamento y entró, estaba todo maniáticamente ordenado como siempre, como le enseñó su madre. Caminó hasta el baño y abrió la llave del agua para que se calentara mientras ella iba a su alcoba a desvestirse.

Al pasar frente al espejo se detuvo a mirarse la barriga. Estaba ya redondita. La observó y la siguió observando por largo rato, casi olvidándose del agua que había dejado corriendo en el baño.

La tocó y pensó en todo lo que le deparaba el destino de ahora en adelante: “ Lo mismo de siempre. Nada”.

Lloró, lo que no era anormal en ella. Se miró de nuevo al espejo y el llanto arremetió más fuerte .

Se miró el tobillo, justo ahí donde estaba ese moretón verdoso que conservaba desde pequeña. Miró sus dos hombros huesudos, teñidos de morado grisáceo por aquel golpe que recibió el día de su primera comunión; los ojos de pronto tumefactos limitaron un tanto su visión, pero le permitieron ver la totalidad de su cuerpo cubierto de golpes y magulladuras: sus brazos, piernas, cuello, cara … su propia barriga inflada se tornó azulada.

No se asustó, siempre lo supo.

De repente, algo emergió de su entrepierna: el bebé. El bebé colgó del cordón umbilical hasta llegar al suelo. El bebé era completamente negro como una piedra de carbón y no se movió, no lloró. Ella tampoco lloró ni por él ni por ella.

Texto agregado el 23-07-2009, y leído por 104 visitantes. (0 votos)


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