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EL MITIN


Subió el cierre de su parka, sacó un cigarrillo y lo encendió. Comenzaba a refrescar y pensó que fumando lograría detener los movimientos convulsivos de su estómago. Hacía diez minutos que esperaba, diez minutos que trataba de controlar sus nervios a la espera de “algo”. Observó a su alrededor y comenzó a ver rostros conocidos y no conocidos; figuras largas, gordas, morenas, chicas, flacas… ¿qué más da? Después de todo las figuras fumaban tan nerviosas como él… y quizás si tuvieran las mismas convulsiones.

Sí, las tenían; había convulsiones largas, gordas, morenas, chicas, flacas. Claro que también había convulsiones no-convulsiones, o sea, figuras no convulsionadas; eran las que no esperaban; o por lo menos no esperaban ese “algo” que le hacía fumar como si fuese a cumplir su sentencia de muerte. ¿Qué irían a hacer las figuras no-figuras cuando “algo” llegara? Seguramente se sorprenderían por algunos instantes y luego lo de siempre: algunos –los más-, comenzarían a escuchar, a aplaudir, a apoyar a los convulsionistas; algunos –los menos-, darían paso a sus típicos insultos furibundos. “Comunistas”, “Váyanse a Rusia”… era lo de siempre.

Pero nó; no era lo de siempre. Cada vez aumentaban los algunos-más y disminuían los algunos-menos. Cada vez se fumaban más cigarrillos nerviosamente y los convulsionistas comenzaban a retumbar por todas partes. En el Edificio Diego Portales ya los sentían a las nueve, a las diez, a las once, a toda hora. Los ascensores subían a los pisos superiores cargados de convulsiones. Saltaban de las sopas a la hora del almuerzo. Llenaban los gráficos estadísticos en las oficinas (Promedio: 8 vidrios rotos todos los días a raíz de las convulsiones). En fín, el país entero se estaba convulsionando.

No; lo que pasaba es que estaba tiritando entero, y no por efecto del frío, nó; es que el manicero lo miraba desde hacía rato, y el del quiosco también. ¿Y qué decir del carabinero del tránsito? Ese ya sospechaba “algo” hacía rato. Bueno, qué le vamos a hacer… ya estaba perdido, no sacaba nada con arrancar; al fín y al cabo no habría podido hacerlo, pues las convulsiones lo encadenaban al suelo. Pero no hablaría, no diría nada; soportaría heroicamente las torturas y así después lo admirarían; dirían de él: “qué valiente, no dijo ni su nombre”; “hay que darle una medalla póstuma”; “hay que traerle flores todos los años al cementerio y recordarlo como el mejor, el más abnegado, el más combatiente caído en la lucha”. O nó… mejor mentiría; diría que “fulano de tal me invitó a convulsionarme al centro” y daría un “fulano de tal” falso; así los confundiría y entonces no caería “zutano”, que era el verdadero. Total, después de cinco dias tendrían que soltarlo porque así decía la ley y aquí “se respeta la ley, señores periodistas”; “aquí no se pasan a llevar los derechos humanos”…

“¿Oíste paco del tránsito? Aquí en este país está permitido convulsionarse; o si nó mira a todas las figuras que están repartidas a tu alrededor (a propósito ¿serían cincuenta, ochenta, cien?). No, señor; ellos tiritan porque hace frío… Te digo que tiritan de nervios… De frío… De nervios… ¿Y porqué de nervios?. Porque aquí va a pasar “algo”. ¿Ah, sí? ¿y qué va a pasar? Vamos, confiesa, ¿qué va a pasar aquí?... ¿Ah?... “La embarré”, “me fui de lengua”. Sí señor; yo vendo maní en esta esquina y ví a éste que estaba esperando “algo”. (“Gallo soplón ¿Qué no te das cuenta que tú también eres del pueblo? ¿O acaso no se te convulsiona el estómago, como a los otros?”)…”

Encendió otro cigarrillo. Su estómago viajaba por todo su cuerpo; sí, ahora iba por el codo izquierdo; en unas cuantas décimas de segundo más iría a la altura del cuello. ¿Porqué no pasaba “algo” luego? Quería sentirlo en su lugar nuevamente; donde debía estar: en el estómago. O sea, tener-el-estómago-en-el-estómago; y nó sólo eso, sino, tenerlo tranquilo, relajado, calmo, en reposo, sin esas contracciones horribles que le hacían estremecerse de lado a lado. Y no porque no le gustara convulsionarse, sino que le hacían sentirse como pez fuera del agua. Quizás qué estará pensando el quiosquero, y el manicero, y el carabinero. A lo mejor creen que le está dando un ataque de epilepsia; y echaría todo a perder. Vendrían a verlo, a preguntarle; llamarían una ambulancia. ¿Se siente bien?... Puede ser contagioso… Sí, porque las figuras largas, gordas, morenas, chicas y flacas también han comenzado a convulsionarse. Es una epidemia. Todos tiritan, se agitan, gritan consignas, tiran volantes… él también… total, la epidemia ya no se puede detener. El carabinero parpadea. Los no-convulsionistas miran sorprendidos y comienza lo de siempre: algunos-los más comienzan a escuchar, a aplaudir, a apoyar. Algunos-los menos, a insultar. “Comunistas”…, “váyanse a Rusia…”.

De pronto el silencio, la nada. El mítin duró ocho minutos exactos…



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Andrés Henríquez Reyes
Septiembre de 1979

Texto agregado el 23-07-2009, y leído por 100 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-08-2009 bella narración, parabéns. naves
 
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