Puro Huesos en la Pared.
1
Se limpió la lágrima con el dedo índice y la pasó suavemente sobre la fotografía para después guardarlas con las demás, solo que esta iba siempre al tope.
Román miró a su alrededor, odiaba las mudanzas, pero esta más que todas las otras que había tenido. Estaba solo para hacerla, exactamente hacía un año que la soledad lo rodeaba con sus fríos brazos.
Se levantó, miró las cajas que parecían multiplicarse con el pasar de los segundos y se fue a la habitación. Intentaría descansar, el día siguiente sería agotador en todo sentido. Primer día de trabajo, compañeros nuevos, jefes nuevos, clientes nuevos. Y terminar la mudanza, la maldita mudanza.
-¿Qué estas viendo?- le dijo a la mancha que estaba detrás del ropero.
Había intentado quitarla con varios cepillos de acero, tapado con pintura, he incluso rasqueteado la pared. Nada. Por lo que se decidió en colocar el ropero en ese lugar, pero la mancha parecía espiarlo como un niño detrás de las piernas de su madre.
Se hecho en la cama y la quedó viendo mientras se dormía y pensaba en ella.
No era su culpa, pero parecía serlo, se torturaba. Dejaba que la carga lo devorase poco a poco, que lo tomase del brazo para introducirlo en una picadora de carnes para desecharlo a la eternidad del cosmos.
Al acercarse el aniversario de su muerte decidió que lo mejor era desaparecer, pidió el traslado sin avisarle a nadie. Mucho menos a su suegra y cuñadas, no quería enfrentarse al delirio del recuerdo, el dolor renovado.
No. Mejor no.
Cargó las cosas en la camioneta por la noche y huyó.
Llevó lo indispensable, cajas de cartón llenas de indispensabilidades. La nueva casa tenía muebles, algo a favor; pero era una maldita mudanza a fin de cuentas.
Se sumergió en el sueño.
No podía abrir los ojos, sentía un constante golpeteo de olas contra las rocas; nunca había estado en el mar pero no era necesario para imaginárselo. Los rayos del sol traspasaban los párpados creando un ambiente naranja mientras la brisa salada le dibujaba los contornos. Parecía estar enclavado al suelo con arena hasta las rodillas, escuchaba el murmullo del agua en tanto la espuma del mar le rozaba los muslos.
Y subía.
Sintió una presencia a sus espaldas, giró el tronco pero seguía sin poder abrir los ojos. La luz del sol se evaporó.
Oscuridad a orillas del mar.
Y subía más.
Volvió al frente, pero no estaba el sol naranja traspasando los párpados.
Oscuridad.
-¿La extrañas?- le preguntó la presencia.
Olas de mar.
No pudo contestar, tenía un nudo en la garganta. “Claro que la extrañaba”, ¿qué pregunta estúpida era esa?.
Subiendo.
Escuchaba como la presencia se movía a su alrededor revolviendo el agua y la espuma que le llegaba ahora al ombligo, revolviendo el dolor del recuerdo. Oscuridad.
La oía respirar como si sus pulmones fuesen un fuelle de cuero.
Subía.
La arena que le llegaba a las rodillas actuaba como una gran lengua que lo mantenía aferrado succionándolo de a poco, ayudando al agua de mar a hundirlo. Porque eso querían, hundirlo.
El agua ahora le abordaba el pecho y la respiración de la presencia lo rodeaba como un pequeño remolino de un aliento salado y rancio. Y sintió miedo por primera vez en el sueño.
-Puedo hacer que no estés más solo- le respiró le presencia en la cara.
Quería contestarle, quería decirle que estaba bien. Que lo deseaba desde hacía tiempo.
El agua le llegó a la barbilla mientras el frío del mar se apoderaba de los latidos del corazón.
Bajaban.
Una chispa en medio de la oscuridad. Un gusano de luz, una mugre en la lente de la noche.
Las olas chocaban con su rostro, podía degustar la sal del mar mientras le entraba por la nariz a trompicones, tosiendo, dando arcadas.
-No todavía- dijo a lo lejos una voz entubada.
Se acercaba.
Creyó conocer la voz, pero una nueva ola la tapó. Y a él.
Contuvo la respiración.
La arena lo succionaba, la fría sal le hacía olvidar.
Unas manos lo tomaron por el cuello y apretaron obligándolo a abrir la boca, una risa burbujeante le crispó la piel aún más. Intentó respirar, solo tragó agua que le llenaron los pulmones.
Se fue desvaneciendo.
-No todavía- gritó la luz. –Hay una promesa.
Despertó totalmente empapado en sudor y orín.
Tomaba grandes bocanadas de aire que entraban como una tromba y le hacían doler el pecho. Y el recuerdo también le dolía. Lloró, lo hizo con ganas.
Se levantó mientras se quitaba el pantalón empapado, lloraba mojándose aún más. La habitación parecía ser él en el sueño, conteniendo la respiración; esperando.
Algo en el ropero le llamó la atención, no era el mueble, sino lo que se asomaba por detrás. Se había movido unos centímetros hacia fuera.
Volvió en sus pasos y se sentó desnudo en la cama, la miró detenidamente. Si le había llamado la atención que se haya movido, más le sorprendía la forma antes indefinida. Un brazo parecía salirle y una cabeza asomar por detrás de las maderas, como haciendo fuerza por salir.
Salía.
Venía.
Un escalofrío le corrió hasta la nuca cuando le habló.
-¿Qué buscas?, ¿a mi?- le dijo a la mancha.
Escuchó un golpe sordo en la pared, como si le hubiesen dado un puñetazo a una bola de maza.
Solo un golpe.
Uno para “sí”, dos para “no”.
“Mierda”, se dijo. “¿Ahora tengo un fantasma?”.
Quedó inmóvil al borde de la cama, inspirando pequeñas bocanadas. Trató de pensar en alguna pregunta para que contestase “no”... pero no se le ocurrió ninguna.
“¿Fantasmas, acá?”.
Estaba delirando, debía de ser una resaca del sueño.
“Sí, eso es”.
Se fue al baño y luego a comenzar el día, le esperaba una larga jornada.
2
Todo el día lo acompañó la sensación de que no estaba solo, como en el sueño. El lugar nuevo de trabajo estaba bien, los compañeros... bueno, todavía no podía hacer una apreciación de ellos o sus jefes. Y los clientes, son iguales en todos lados.
Al llegar a su casa otra vez lo atacó el odio por las mudanzas, cajas por todos lados.
Llamaban al recuerdo.
Lastimaban inmóviles, silenciosas.
Reprimió las ganas de hacerse con la que contenía las fotos de ellos, con poca facilidad la cruzó por encima y se fue a la habitación con la comida comprada. Encendió el televisor y se echó en la cama.
Comió sin ganas y solo tomó unos sorbos de la gaseosa y la dejó con las sobras de la cena, hacía bastante que la comida no era lo mismo.
Lentamente los párpados le ganaron la batalla a la realidad y fue cayendo en la telaraña. Donde lo esperaban.
Enroscaban. Ahogaban. Devoraban.
A él.
El sueño fue el mismo, cada palabra, cada sensación; todo.
Pero esta vez al despertarse no se había orinado, aunque las ganas de llorar eran las mismas, o quizá más fuertes todavía.
El recuerdo de ella eras un puñal, una cimitarra buscando sangre en Mompracem.
Miró de costado el reloj digital, solo se veían parpadeantes ceros, como si se hubiese cortado la luz. El televisor mostraba tan solo una lluvia de puntos negros en un fondo gris con el sonido constante de una lija sobre una madera. Hasta que comenzaron los cortes, la pantalla se apagaba y encendía una y otra vez como un loco flash; sus movimientos eran cuadro por cuadro. Se tiró sobre la cama y estiró el cuerpo hacia abajo buscando el enchufe. Lo encontró y tiró de él.
Nada.
Todo.
El televisor seguía con sus convulsiones eléctricas y el reloj mostrando los incansables ceros rojos.
Se incorporó casi de un salto y sintió un frío extraño en la habitación, demasiado frío; demasiado extraño.
De repente se vio atraído hacia el respaldo de la cama, chocó su espalda con la madera y la pared. La respiración, al igual que el televisor, se entrecortaba; como si estuviesen alimentadas por un mismo cable.
La mancha estaba más afuera, escapaba del ropero con cada corte.
Se deslizaba como una serpiente.
Los brazos le crecieron y la cabeza parecía un mullido almohadón negro, de una de las manos parecía colgar un largo bastón.
Frío.
Se acercaba.
Venía por él.
Cada corte parecía empujar la mancha en la pared hacia él, intentó varias veces despegarse del respaldo de la cama, no pudo. No sabía si algo lo atraía o simplemente estaba paralizado su cerebro, mudo a las órdenes.
Un corte.
Tres metros.
Dos cortes.
Dos metros y medio.
Dos cortes más.
Dos metros.
“Todavía no”, dijo la misma voz entubada, lejana. Conocida.
La cabeza de Román comenzó a girar vertiginosamente, la invadían de a dos. Algo bien, algo mal; un cuerdo y la locura. La vida y la muerte.
Ella y él... los dos.
“La promesa” le susurró alguien al oído dejando un tibio aliento a lavanda.
El aroma a...
Dolor profundo, asesino.
En el techo parecía surgir un remolino celeste, como aguas de una cascada holográfica. Una sensación reconfortable en medio de la locura que estaba viviendo.
¿O seguía soñando?
Cayendo.
Los cortes del televisor parecían llevarlo por un túnel hacia las entrañas del abismo, de la insana conciencia.
Tres cortes.
Un metro y medio.
Se deslizaba hacia él, los brazos esqueléticos de la mancha se extendían con intenciones de apretujar. Se le heló la sangre al ver que lo que parecía un bastón de moho no era otra cosa que una guadaña y el mullido almohadón que hacía de cabeza una capucha negra de hollín.
Venía por él.
Por su deseo.
Recordó aquella tarde en la plaza y una lágrima más cayó de sus ojos cansados.
-Tengo que confesarte algo- le dijo Román con una sonrisa.
-¿Qué cosa?- le preguntó ella enarcando las cejas y arrugando la barbilla.
-Hoy a la mañana me hice una promesa, no se porque. De loco supongo.
Ella le sonrió.
-¿Qué promesa?.
-Qué si a vos te pasa algo yo dejo de vivir.
-Dejate de joder Román- le dijo ella.
-De verdad, es una promesa a mi mismo.
-Bueno, es una promesa ridícula. Perdonáme, pero es la verdad.
El siguió sonriendo, no la creía tan ridícula en ese momento. Ni siquiera la recordó cuando ella murió dentro del auto volviendo de Córdoba, ni los días después.
Frío, un aliento como salido desde la garganta del Everest le bañó el cuerpo desnudo. No podía apartar la nuca de la pared ni la espalda del respaldo de la cama, escuchó entre el sonido constante del televisor una risita que tal vez en otra situación hubiese sonado ridícula.
La nube celeste comenzó a bajar, podía sentir el jadeo, le estaba costando. Iba directo a la mancha en la pared, una mancha que se deslizaba con cada apagón de no mas de 1 segundo.
Un corte.
Un metro.
Venía.
Los músculos del cuello se estaban acalambrando por la fuerza que Román les imprimía para poder despegarse.
Un corte más.
Medio metro.
Sus ojos miraban frenéticamente a la mancha acercarse, podía verle los hueso.
La nube estaba llegando a la pared.
Un nuevo corte.
Treinta centímetros...
Diez...
Contuvo el aire, no supo porque, pero lo hizo.
Sintió un frío extremo tocarle la oreja derecha, como las aguas saladas del sueño. El corazón le latía con fuerza, las venas se hinchaban y la piel se le iba poniendo morada.
El televisor recobró vida de golpe, en el momento exacto en que la mancha lo tocó. En la pantalla apareció el canal Cartoon Network, estaban dando un capitulo de un dibujo en el cual dos niños tenían a la muerte de mascota.
La negrura le fue subiendo por la oreja, se deslizaba sin la necesidad de los cortes del televisor desde que tomó contacto con él. Le comenzó a cubrir el cuello y la boca, e inmediatamente fue en busca de la nariz.
La nube parecía gritar, creía escuchar algo.
“Está gritando”, se dijo.
La oscuridad le tapó la nariz.
Sentía el frío congelarle el cuerpo, entrarle por los poros y detener todo lo que se moviese dentro de él, todo lo que tenía vida quedaba inmóvil.
Entró en convulsiones por la falta de aire, quería respirar, pero parecía tener una goma sobre la boca y la nariz tapada.
Se estaba desvaneciendo, dejaba de sentir.
Ni miedo, ya no. Solo quería que acabase de una vez, después de todo sería mejor.
-No- gritó la nube, supo que era la nube; y notó más que eso. –Me lo prometiste- dijo.
Se escuchó un chillido que le hizo rechinar los tímpanos.
En la televisión el dibujo también gritó.
Recordó todo de golpe, un ¡puf! resonó en la habitación y las luces se encendieron repentinamente. Pudo respirar una larga bocanada de aire y una ráfaga de calor que le erizó la piel y se fue hacia delante, la fuerza gravitacional del respaldo de la cama lo abandonó y casi cayó de bruces sobre el colchón.
Miró al techo y observó como la nube se esfumaba dejando un sabroso olor a lavanda, el aroma preferido de Glenda.
Lloró recordando lo que ella le había hecho prometer.
-Yo solo quiero que me prometas una cosa- le había dicho una noche recordando la ridícula promesa de él.
Román la miró desde la puerta del baño con la toalla cruzada a la cadera todavía chorreando agua.
-¿Qué cosa?
-Hace tiempo que intentamos tener un hijo y no podemos. Y estuve pensando que podríamos adoptar uno- él abrió la boca pero ella levantó una mano en el aire.–No digas nada todavía.
Román silenció.
-Vos una vez dijiste que si me pasaba algo a mi vos dejabas de vivir, bueno, yo quiero que me prometas que si me pasa algo a mi antes de que podamos adoptar un hijo vos lo vas a hacer por los dos.
Román sonrió y dejó caer la toalla.
-Prometémelo o esta noche dormís en el living- dijo Glenda apartando lentamente el camisón de seda de los hombros para caer arrugado a su lado dejando a la vista su hermoso cuerpo.
-Prometido- dijo él y fue a su encuentro.
El día siguiente viajaron a Córdoba a visitar a los padres de él, dos días después volvieron y un accidente los sorprendió en medio del túnel subfluviual cuando pasaban a Entre Ríos.
Olvidó todo, un velo de sufrimiento lo tapó por completo, y el frío, y la soledad.
Lloró nuevamente en la cama.
El día siguiente comenzaron sus averiguaciones para la adopción. Fue una ardua lucha para conseguirla, no estaba muy bien visto que un hombre viudo y solo quisiese adoptar a una niña. Los aspectos legales estaban en su contra, pero no dio el brazo a torcer.
Y así pasaron tres años.
3
Román estaba tirado en la cama, tenía el control remoto del televisor sobre el pecho y una fuente con pororó a su lado.
Escuchó una risita salir del baño y después la vio aparecer corriendo por la puerta y lanzarse en la cama.
-Cuidado con los pororós- le advirtió.
La niña reía casi a carcajadas.
-Poné el Cartoon- le pidió entre risas, él lo hizo inmediatamente.
Estaban pasando un dibujo viejo que él inmediatamente recordó, se le erizaron los pelos de la nuca.
-¡Puro Huesos!- gritó ella divertida.
-Sí- asintió con aire ausente y seguidamente sus ojos se posaron en la mancha que espiaba por detrás del ropero.
-¿Mañana vienen la Abu y las tías?
-Si Ani, eso es lo que me dijeron al menos.
-¿Porqué no les decís que saquen esa mancha?- le preguntó viendo que su padre no le sacaba la vista de encima.
-No amor, dejémosla ahí. Algún día me voy a amigar con Puro Huesos.
Y la niña lanzó una nueva carcajada, y ese sonido dulce hizo que la mancha se estremeciese detrás del ropero.
Fin.
Walter Böhmer.
27 de abril de 2004
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