Aunque fresca, la mañana era preciosa: soleada y limpia. El viento de la noche había barrido por completo los nubarrones de la tormenta reciente.
La mujer se levantó llena de energía.
Preparó dieciséis tazones de leche tibia con azúcar y después de tomarse uno y comer una galleta malteada —que, como siempre, primero quebró en minúsculos pedazos, con sus manos resecas y enrojecidas— dijo “Hoy voy a tender la cama”.
De camino al cuarto abrió todas las ventanas que encontró.
Una vez allí, empezó a sacudir la colcha de lana arengando “¡Arriba haraganes! ¡Hora de levantarse!” Motas de polvo, despedidas del cobertor brillaban por el aire, componiendo psicodélicos dibujos agrisados contra la luz del sol que entraba de lleno por la ventana abierta de par en par.
Lentamente empezaron a desperezarse, a curvar la columna y estirar los miembros separando desmesuradamente los dedos. A mostrar parte de sus oblicuas pupilas que inútilmente trataban de adaptarse a la claridad.
Los más decididos, de un salto salieron por la ventana rumbo a los yuyos.
Los otros, perezosamente, caminaron hasta la cocina, donde los esperaba la leche.