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La lavadora se queja en un rincón, colinas de ropa sucia esperan su turno y salpican el suelo igual que hongos. La máquina continúa masticando la colada mientras su lamento suena a hierro viejo. La mujer se apoya sobre el alféizar de la ventana. La ropa
tendida cuelga de los balcones como lagartos muertos. Mas abajo, un callejón oscuro que no lame el sol, serpentea hasta devorarse a sí mismo. Las prendas, aunque ya limpias, están usadas;
continúan oliendo a hábito, desteñidas de lo que el
viento se llevó, cuando la ilusión era más que
virtuosa y la sonrisa bailaba entre las cejas para finalizar con un guiño en la retina y que hoy son sólo hastío, dolor que ya no se descuelga de los ojos y ni se asoma por la boca y que se
desborda entre los labios con un murmullo que al final será silencio.

Donde nace el callejón un puño de sol golpea el asfalto y se estrella contra los vehículos aparcados en la acera. El calor aplasta a los pocos transeúntes que no se resignan a morir un poco
más junto al sopor de la siesta. Avanzan cansinos, abriendo la boca como las salamandras y desafían al bochorno. El mar centellea al fondo y pinta el cielo sobre los edificios, pero su fulgor abrasa el brillo de los ojos. La tarde comienza como siempre, radiante, vestida con las galas del verano, para acabar en un cementerio de luces, donde los
soliloquios de la mujer se han convertido en monólogos. Aquellos que la rodean alborotan más que la lavadora y se expresan con menos
insistencia y más saña que la ropa tendida. Sin embargo, están ciegos, más distantes que aquella esperanza y no la comprenden. Sólo un perro faldero recostado en un sillón observa atento cada gesto suyo con la mirada canela de sus ojos y husmea con su hocico de miel la tormenta que está por llegar.

Se ahoga, el aire es una piedra y estalla en su garganta. El remolino amenaza con engullirla de nuevo. La lavadora centrifuga enloquecida; la
ropa se seca y los lagartos despiertan; el sol se aplana; alguien sonríe y los jadeos se atragantan; el mar presenta canas; la tarde deja de ser una mentira y las aceras se pintan de ámbar; el perro
ladra por fin. No es otro apocalipsis, tampoco el final del plenilunio, algo ha nacido: un jabato en el desierto, una promesa más decisiva que la muerte. La mujer ya no es guijarro en la corriente o carne de cañón, sino el epicentro del torbellino, la que decide en que dirección habrá de girar el remolino.

Texto agregado el 20-07-2009, y leído por 182 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
20-07-2009 Muy buen relato trixxi
 
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