(Dedicado a mi amigo Manolo Mieses)
Lo sacaron a empujones de la guagua, aún sin ésta detenerse, y quedó tendido sobre la acera de asfalto ya perforado por el tiempo. No le quedó un sólo lugar en el cuerpo que no tuviera algún rasguño o que no le doliera. Su suéter recién estrenado fue hecho tirillas en pocos minutos, y a su pantalón deportivo les fueron desprendidos los bolsillos y le dejaron el fondillo roto en sus cuatro partes. Lo que más le molestaba, aparte de los cientos de chichones que adornaban su cabeza, eran los labios y el ojo derecho, cuyas protuberancias, mas que dolerle, lo hacían sentirse incomodo, como si algo estuviera fuera de su sitio. Se miró sus musculosos brazos ensangrentados, sus piernas fuertes, como las de los antiguos gladiadores, amoratadas; y sus pectorales, anchos como el escudo de un tractor, no tenían un solo lugar que no tuviera una mordida.
Aquella mañana, antes de irse a la universidad, lo primero que hizo fue pasar por el gimnasio y hacer su rutina de pesas que casi siempre terminaba frente al espejo con una demostración de músculos que era la envidia de todos. Se miraba embebecido esa imagen de macho matahembra que lo había llevado a convertirse en uno de los jóvenes más cotizado entre las féminas de su barrio y de la universidad. En su lista personal, y que renovaba cada año, tenía los nombres de setenta y cinco mujeres mal contadas, pues en ella no estaban los agarres ocasionales de los paseos universitarios y del Club de Pesas. Si, se lo creía, era todo un semental.
Su desgracia comenzó esa misma tarde cuando, después de terminada su clase de educación física, se le ocurrió acompañar a las muchachas del equipo de Voleibol hasta la cafetería. Jamás pensó que se le haría tarde para llegar al bus que tradicionalmente lo llevaba a la universidad; y ni siquiera se dio cuenta que al pagar los refrescos, estaba quedándose sin un solo centavo en caso emergencia. Cuando metió las manos en los bolsillos sólo encontró un llavero y dos mentas a punto de derretirse. No le dio mayor importancia. Por la larga autopista que pasaba frente a su casa se desplazaban varias guaguas que salían todos los días del campus universitario. Se tranquilizó al encontrarlas en el parqueo.
Cuando entró se le olvidó saludar, y no advirtió que desde que puso el primer pie todos los ojos se le quedaron mirando, pues sintieron que era la pata de un elefante y no el pie de un hombre la que estremeció el vehiculo.
Se arrellanó lo más que pudo, sin advertir las miradas y los comentarios sobre su presencia invasora e indeseada en aquel lugar.
La guagua se convirtió en un hervidero y comenzaron a oírse voces de preocupación: - ¡ay¡ cuándo venga Manolo.
Pero no escuchaba nada. Estaba en lo suyo. Pensaba en las dos jevitas que acababa de dejar; en cómo se haría para conseguírsela a las dos sin que se pelearan entre si. Y no era la primera vez. Recordó que cuando contaba con apenas quince años tenia que hilar fino cuando iba a las fiestas caseras, y a las actividades donde había que elegir pareja, siempre se les aparecían más de cuatro, algunas veces amigas que terminaban disputándose sólo por bailar con él. Ahora que pasaba de veinte, se manejaba de otra manera, más cauto, pero menos rígido; haciéndolas amigas en èl para que lo compartieran sin rebatiñas. –Hay filete para todas- les decía.
Manolo entro tan imperceptible que no se sintió. Tan menudito que apenas había que levantar la mirada desde el asiento para verle la cara casi de frente por lo chico que era. Todos hicieron silencio cuando advirtieron su presencia, ahora se veía mucho más pequeño; siempre se veía mucho más chico cuando andaba con la lata de su amigo Chabas que era el doble de él. Cuando advirtió la presencia de aquel mastodonte extraño, sólo atinó a decir – ese es mi asiento- un poco contrariado. Pero ni siquiera lo escuchó. Estaba en su mundo de ensueños.
Cuando sintió las manos de Manolo, lo miró con tanto desprecio que el muchachito se estremeció de pies a cabeza lleno de pavor ante aquel adonis del Olimpos que casi ocupaba el asiento completo. Fue en eso que Chabas, que se encontraba cerca de la entrada de la guagua, le hizo unas señas que todos vieron menos él quien aún estaba despegado del suelo. Y así fue como ocurrió, Manolo le dio un solo puñetazo con todas las fuerzas que había acumulado en sus 17 años de jovencito revejido y trasnochado; del resto se encargaron los demás. Parecían un hormiguero sobre un turrón de azúcar.
Así fue como quedó en aquel estado. Todos los chicos de la guagua acudieron en ayuda de su compañero Manolo, y solidarios, magullaron al intruso como a una sanguijuela por su osadía.
Ahora, allí estaba, lastimado hasta el alma, y con su orgullo herido. No sabia qué hacer, nunca había pasado por algo semejante; sólo atinó a encogerse sobre el asfalto y llorar como un niño.
Pasaron varios dias. La tarde estaba más radiante que de costumbre. En el bus todos ocupaban sus respectivos asientos ya alistado para salir.
Cuando entró nadie se dio cuenta. Apareció de repente en donde estaba Manolo. Todavía un poco chamuscado, pero sì, era él.
-Tú eres Manolo,- preguntó. Manolo asintió con la cabeza. Todos los vieron sorprendidos y anonadados juguetear como dos mozalbetes, hasta que el chofer preguntó desde el volante, -¿qué vas hacer, sigues o te bajas?
-Me bajo- contestó mientras se dirigía a la puerta de salida del bus. Volvió la vista y regresó nuevamente a donde se hallaba Manolo; cerró los puños y dijo con un gesto de sobrada camaradería -chócala, campeón.
La guagua siguió su ruta acostumbrada, todos miraban hacia atrás hasta ver que el extraño visitante se perdiera en el camino; pero mientras más se alejaban de él notaban que en la distancia se crecía haciéndose cada vez más grande; algunos creyeron ver cuando le brotaron dos alas. Nunca volvieron a verlo.
FIN
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