ENAMORADOS
La primera semana se dedicó a ordenar su ropa en los espacios vacíos del placard. Cada tanto encontraba un cinturón, una chalina de esas que él solía traerle de los viajes por trabajo, un pote de las variadas cremas con las que su ex mujer solía embadurnarse sentada rígida en la cama, el pelo envuelto en una toalla blanca, el espejo en la mano izquierda y la otra fregando la cara con enfermiza energía. Desparramaba sus cosas en cajones y estantes con la misma timidez con la que por las noches estiraba las piernas hacia el lado vacío o se animaba, ya dormido, a abrazar las dos almohadas ajenas, impregnadas aún en aquel perfume inconfundible, ese aire frutal que él podía sentir, recién ahora, hasta en las cortinas de las ventanas a la calle.
La segunda semana despidió a la señora que venía a limpiar la casa. Argumentó con facilidad que la nueva situación no le permitía, por el momento, y hasta tanto no tuviera claro cómo estarían compuestos sus gastos, derivar dinero en tareas que él podría hacer. La mujer no tuvo problemas en enseñarle a planchar camisas y pantalones. Atento a cada instrucción, el hombre aprendió con la rapidez que la desesperación de no tener a quién recurrir impone. Decidió ocupar los sábados a la mañana para esos menesteres, y las tardes para lavar todas las prendas. Los domingos a la mañana se dedicaría a planchar, tranquilamente, escuchando la radio, tomando mate, regando las plantas cada tanto para estirar las piernas. Recordaba a su madre contarle que las várices aparecen cuando se está mucho tiempo parado.
La tercera semana ya tenía organizadas las comidas diarias, cenas de lunes a viernes y también almuerzos para sábados y domingos. Se propuso evitar pizzas y empanadas todo lo que pudo y la verdad es que hasta bajó dos kilos antes de que se cumplieran dos meses desde que ella le dijo que acababa de pagar la seña del departamento donde se iría a vivir sola. Lo hizo parada en el mismo rincón de la cocina dónde alguna vez le había prometido no abandonarlo nunca. Desde entonces él hacía las compras en el barrio. Odiaba especialmente la ceremonia mensual de tener que ir al gigantesco supermercado que estaba en las afueras de la ciudad. Sentía el alivio de no moverse a todos lados en taxi y, particularmente, la paz de no llegar siempre tarde a los compromisos adquiridos en pareja
La cuarta semana recién salió un sábado a la noche. Fue a la presentación de un libro sobre el primer ferrocarril que llegó a la ciudad. Se sentó cerca de la puerta y, apenas terminaron las lecturas, se volvió a su casa medio caminando medio corriendo. Estaba muy claro que después de trabajar duro barriendo el patio, colgando sábanas en la soga del fondo o cortando el pasto cada diez días ahora que era verano, sentía el sueño subirle como raíces lentas y enmarañadas. Ese mismo domingo aceptó ir a almorzar con su hermana y aprovechó para tomar unos cuantos vasos de vino. Calculó fríamente cuánto alcohol era necesario para estirar la sobremesa y la siesta que necesitaba extender lo más posible, no importa si a la noche se quedaba escuchando la radio hasta las dos de la mañana. Aprendió a pensar los problemas con horizonte de horas.
El primer día de la quinta semana, un lunes de febrero, se descubrió llorando como un chico, como un animal viejo, como alguien tan equivocado, con la única foto de ella que encontró a la pasada, cuando la garganta se cerraba de angustia.
En tres semanas a partir de su separación, ella aceptó el ofrecimiento que le había hecho el Lic Gregonaby para integrar el cuerpo de asesores literarios de la editorial más importante del país. Le absorbía todo el tiempo, implicaba que apenas si veía a sus hijos adolescentes que vivían con su abuela hasta que terminaran el secundario, pero gracias a eso se sentía bien. En el amplio espacio donde conectaba su computadora portable, la rodeaban nombres más o menos talentosos a los que siempre había querido conocer. Por los vidrios que daban al Río de la Plata ni siquiera extrañaba al Paraná que solía entrever a lo lejos cuando daba clases de literatura argentina en dos colegios estatales y uno privado. Su marido era un recuerdo de discusiones, de miopía sobre el mundo actual, de tener que explicar demasiadas veces lo que tenía tan claro.
La cuarta semana trabajó muy duro, tomó tres o cuatro decisiones que implicaban inversiones de fuste y hacia el viernes recibió el llamado de Gregonaby para felicitarla por su tarea y asignarle una mayor responsabilidad. La llevó a una reunión de ejecutivos y escuchó cómo la presentaba con orgullo llamándola “mi persona de confianza”. También recibió en su celular personal un mensaje del Doctor Resuvsky, hombre fuerte de la competencia, con quien había hablado antes de ingresar en el gran grupo.
El primer día de la quinta semana, un lunes de febrero, se descubrió riéndose como una muchachita, como un cachorro, como alguien que comprueba lo acertado de sus pensamientos en la boca de otros. Fue a la mejor peluquería, que sólo daba turno ese día a los clientes especiales, cambió el corte y el peinado. Chateó una hora con sus hijos dándole consejos sobre tal o cual cosa, previniéndolos de otras y asegurándose de que el padre los veía para controlarlos de cerca. Al fin salió en su coche hacia su nueva actualidad en colores brillantes.
El ex marido, por su parte, volvió a oír las discusiones terribles, sintió nuevamente que las palabras caían delante suyo como trapos sólidos de tiempo. Después de secarse las lágrimas con un repasador que seguía impregnado de aquel perfume fatal, se sentó frente a la mesa redonda de la cocina y buscó la revista del domingo que acompañaba al diario que compraba ella. Hojeándola encontró el aviso: Concurso Fotográfico El Buen Ojo. Memorizó las bases de tanto leerlas. Buscó su querida, vieja cámara Olympus y salió.
Calvo de cráneo perfecto, anteojos marco de metal, campera y pantalones de jean, camisa blanca, zapatillas Nike, el Doctor Resuvsky le sonrió después de estacionar el coche frente al discreto restaurante. Ella devolvió la sonrisa. Bajaron con aire de conquistadores y fueron hasta la esquina. Las manos de largos dedos a lo pianista que tenía el hombre jugaban con el pelo de la mujer que reía, levemente más baja, su cabeza magnífica inclinada hacia atrás, poca pintura en la cara, sandalias, pantalón azul oscuro, remera celeste claro, cigarrillo en su mano derecha, la izquierda hacia la cintura del tipo. El objetivo los localizó allí, a punto de cruzar la calle. Hay momentos que merecen una fotografía. ¿Cuántas veces decimos qué lástima no haber salido con la cámara?
Al fin un domingo de abril, la mujer se levantó temprano. Sonrió al espejo y sonó el celular. Atendió mientras levantaba la persiana del frente y encendía un cigarrillo. Su antiguo amor, en tanto, leyó que no había ganado nada con su foto del viejo tomando sol, aunque se sorprendió gratamente al ver la imagen premiada. Tomó el celular y llamó a su ex esposa, pero le dio ocupado. Dejó mensaje. Ella, la voz de su jefe clavada en su cabeza, plena de furia: el apellido Resuvsky, palabras como puñetazos, estás despedida, dejó caer el celular e inmediatamente insultó a su ex marido.
Desde la atura del segundo piso, la cartelera se veía muy bien. Gigantesca, la fotografía premiada, que además brillaba en la satinada tapa de la revista del diario: ella, en blanco y negro, echaba la cabeza hacia atrás, angeladamente humana, sensualmente angelical, junto al hombre calvo. Se los veía felices, parados a la orilla de la vida, el viento como hebras de pelo, hilachas de humo de cigarrillo envolviéndolos, enamorados en un segundo de la vida, no más.
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