Aprender a caminar sola por la calle, a llevar siempre las llaves de casa porque nadie te va a abrir la puerta. Aprender a cocinar para uno, a utilizar un solo plato y un solo juego de cubiertos. Acostumbrarse al silencio, a no contarle a nadie cómo te fue el día, a escuchar el tic tac del reloj de la cocina desde todos los rincones de la casa. Aprender a levantarse por la mañana sin que nadie te despierte porque te quedaste dormida. Ser consciente del valor de un abrazo, de una llamada, de unos buenos días. Aprender a desayunar, almorzar y cenar sola. Acostumbrarse al ropero medio vacío, a las lavadoras a media carga, a comprar la comida en paquetes y botes pequeños. Acostumbrarse a tomar sola el café después de la comida, a volver sola a casa, a no pronunciar la primera palabra del día hasta las doce de la mañana cuando es el cartero el que llama al timbre. Acostumbrarse a que, si te olvidas la toalla, nadie te la va a acercar cuando salgas de la ducha, a que nadie te prepare el café un domingo por la mañana. Aprender a llorar y reírte sola, a no comentar con nadie las noticias. Dejar de compartir el gel de ducha, el champú y la pasta de dientes. Subir sola a casa las bolsas de la compra. Acostumbrarse a que nadie te espere, a no esperar. Aprender a cuidarte, a que no te cuiden, a no cuidar. Acostumbrarse a no decir buenas noches, a no compartir. Soportar el peso de una casa vacía. Perderle el miedo a la oscuridad y a las despedidas. Aprender el significado de la soledad.
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