Las joyas estaban esparcidas. Ella nunca más las usaría… era para nosotras. Nos repartimos, regalamos unas cuantas… pero, al final, encontré uno que me encantaba: una cadenita de plata, cuyo medallón era la figura del sol.
Me vinieron sus recuerdos: se colgaba de su cuello, como si realmente tuviese en sí un fragmento del sol. Me encantaba… a veces me lo prestaba y me lo ponía. Me dijo que combinaba con mi nombre, porque yo, de alguna manera, también soy un “fragmento de sol”.
Al ver esa cadenita, le dije a mi hermana que me quedaría con eso. Ella aceptó. Total, no es de usar mucho las joyas.
Cada tanto, cuando me siento sola o quiero hacer algo, me pongo la cadenita. Sonará absurdo, pero es como si mi madre me acompañara. Nunca he creído en el valor de los objetos; siempre me parecieron cosas sin vida, que se usan y se tiran. Pero no me sucede lo mismo con la cadena. Sin ella, es como si me faltara las energías del sol para seguir adelante.
Un día, el sol se soltó de la cadenita. Me desesperé: temí que se hubiese roto. Por suerte, una compañera del cole me lo puso en su lugar, diciendo que eso suele pasar cuando se juguetea con los collares. Aún así, temí haber perdido ese recuerdo… ese fragmento del brillo que es una de las pocas cosas que me mantiene en contacto con mi mamá.
Ahora, intento ponerlo en un lugar visible de mi pieza, donde sepa que no se perderá. Un fragmento de sol será poco, pero ayuda mucho. Después de todo, lo que nos rodea también son fragmentos de sol… pero algunos son más importantes que otros.
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