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Alienación Mortífera

Alfred Renault se encuentra en el último día de trabajo, gran satisfacción y expectativas que rodean su animalesca y ociosa mente lo tienen todo el día divagando en decidir si irá nuevamente a fotografiar a él y a su familia en la Torre de Pizza o si pasar sus días resbalándose en el tobogán de ese hotel en Cancún.
Colocando su pesada fisonomía en el asiento comienza a hojear unas cuantas páginas del Times (única muestra de que posee un ápice de cultura): Bolsa de Valores, las cifras de su empresa multinacional van en aumento, como siempre, sin él mover un mísero dedo y beneficiarse de una fortuna heredada; Presidente de turno viaja a Honduras para dar conferencia de prensa y felicitar al otro presidente electo; Gran huracán azota norte de California, etc.
¡Porquería y más porquería! se le oía decir a Alfred en voz alta al leer, el único suplemento de interés era el que le demostraba otra vez su superioridad frente a la competencia.
Tal vez el hecho de tener en su poder los intereses de una de las empresas más rentables del mundo, sin preocuparse en nada más, habían hecho de él un ser mediocre, o quizás había nacido carente de sentido común desde un principio.

Recibe una llamada, su secretaria le avisa de que tiene visitas, el se muestra sorprendido y con ínfulas le ordena que se vaya al demonio. Vuelve su secretaria a insistir, y de pronto entra en el aposento, una mujer extremadamente pequeña, cuya espalda encorvada y tez cobriza, denota largos años de trabajos duros en provincia. Todo queda en silencio, Alfred empezaba a perder la paciencia y en el momento en que decide emitir vociferaciones; aquella mujer dice:
“Igualdad merece el horizonte, el provenir afrontará tu ira, pero será necesario, el tiempo apremia, irás a Quittlán y llenarás los mitos con tu nombre, cuyas letras jamás serán olvidadas”.

El silencio reinó por unos segundos, el diminuto cerebro de Alfred hacia un esfuerzo por tratar de comprender, sin embargo lo único que logró fue enfurecerse más, a pesar de los gritos y aullidos de la vieja, la seguridad de la empresa logró arrastrarla fuera, ésta seguía gritando las mismas palabras. Alfred cerró la puerta, volvió a soñar con las vacaciones en Italia.

No hacía buen tiempo en Nueva York, nevaba. Cuando Alfred llegó a su casa, Martha, su hija mayor terminaba de abrazar a su nuevo novio, un modelo suizo de veintisiete años a quien no amaba, pero que le aseguraría aún más riqueza de la que tenía. El pesado hombre se dirigió primero al sofá, ordenó a la criada que le prepare unos cuantos emparedados y una Cola, que calentaría en el microondas.
Eran las 5:20 PM y cuando Alfred ya dormitaba, Moniqque, su otro hijo de catorce años vino a avisarle que la contestadora telefónica estaba repleta de mensajes: era la misma mujer entrometida que entró abruptamente a su empresa. Alfred enfureció, hizo pedazos el teléfono y salió de su casa, sólo para encontrar fuera de ésta cientos de afiches turísticos de un lugar recóndito en la selva Tailandesa, que sin embargo, le parecieron en suma encantadores.

El contó lo ocurrido a su familia y Magda, su esposa, cuyo fervor religioso se encontraba casi al límite de la locura, lo convenció de que se encontraba frente a un designio divino y que era menester que cuanto antes alistaran maletas para ir de vacaciones a Quittlán ese lugar tan lejano.

Para Alfred no se trataba de designios del destino ni mucho menos, sino era simple propaganda turística masiva para exacerbar sus buenos ánimos y que la competencia, ese Farrow de los restaurantes Qenduccky, se había tomado la molestia de hacer sólo para volverlo histérico, cosa que disfrutaba.

Sin embargo, el viaje ya era un hecho, contrataron una corporación de cuarenta guías turísticos, especialistas de la zona para que los asesore de cómo llegar. Martha gastó cinco mil dólares en piel de oso para fabricar abrigos de piel, ya que había visto el gran friaje que enfrentaba Tailandia en el invierno; así como una gran maleta con elementos de maquillaje que pesaba igual que una res. Por su parte, el pequeño Moniqque alistaba sus instrumentos estereofónicos autografiados por U2 que había adquirido hace poco como regalo por aprobar una materia en su escuela; su “navecilla” que volaba a unos 20 metros del suelo y preparaba comida canina para su querido Wetcher, enorme espécimen pedigree, que en vez de parecer un can, a lo que se asemejaba era a un gran caballo.
Magda contrató al padre Gonzalt para que los acompañe y le dé sus misas privadas, pues era una fervorosa religiosa y no podía vivir sin oír misa. Ella como deseo más intrínseco, quería “evangelizar” a aquel remoto pueblecillo, ajeno, según ella a las maravillas de la religión y habitantes de un mundo de tinieblas, herejes.

El fastuoso avión privado de los Renault, partió a las 10:30 de la mañana del sábado 5 de marzo, entre la más completa discreción y en su pista de aterrizaje, de igual manera privada, en un bosque depredado y escondido.
Llegaron al día siguiente, a la misma hora, y para la sorpresa de Alfred, la misma mujer que entró como demente a su oficina días antes, se encontraba de pie para recibirlo con una tira de hombres semidesnudos que danzaban con movimientos incoherentes. Ésta contó a él y a su familia de algún tipo de enfermedad que azotaba el pueblo, ella lo llamaba empíricamente el “Mal del sueño” e insistía en que ellos eran los indicados para aliviarlo, así lo había dicho Shangrilá, deidad local.
Lo tomaron risiblemente durante muchas semanas, pero fueron conscientes, en su ignorancia, que ese pueblo de tan increíbles paisajes y de ambiente acogedor, estaba enfermo. También supieron que no era física la dolencia, sino que eran víctimas de algún tipo de enfermedad espiritual.
No conversaron de ello, como nunca conversaban tampoco de sus asuntos familiares. Eran, como ya dije, un ejemplo de esas familias desgarradas por ese monstruo llamado civilización y reflejo de una sociedad decadente, siendo víctimas constantes del fenómeno globalización.
Cada uno formuló su propia hipótesis, la una creyendo que evangelizar sería menester. El otro que la tecnología los despertaría de la “modorra mental”, Alfred creyendo que la actividad comercial los mantendría ocupados, sin tener tiempo para “dormir” y convirtiéndolos, como en las grandes metrópolis, víctimas del mal del momento: el estrés. Por último Martha elucubrando planes “estilísticos” donde enseñaría a la “gentuza” del lugar a aplicar su tiempo a venerar lo subjetivo, el aspecto físico y según ella a preocuparse por el aspecto estético.
Juntos se creían héroes de una sociedad ignorante, superhéroes y protagonistas de la revolución cultural en un pueblo olvidado y aliviadores de un mal; esperando algún premio comparado al Nóbel o los laureles, reconocimiento mundial. Pero lo único que conseguían al principio fue formar un cuarteto patético y “raro” que en vez de despertar admiración, lo más que conseguía por parte de los lugareños era miradas temerosas siempre.


Demasiada era la paz presente en Quittlán, que era respirable, personas morían rara vez de alguna enfermedad, pues se calculaba el promedio de edad máxima como 98 años, eran longevos a raíz de diversos factores, quizá no estaban expuestos a la contaminación o males sociales que azotaban con las grandes urbes, como New York. O que llevaban una alimentación basada en elementos naturales, sin imaginar siquiera lo que es el fuego.
Lo cierto es que dicha enfermedad del sueño era fuente de misterio, pero si hubiera en ese preciso momento algún científico estudioso, en el análisis diagnosticaría la presencia de un ente nefasto, que es la globalización, no faltó algún día cierto poblador que oyó hablar de un mundo en el exterior, en que se consumía los potajes más deliciosos con formas diversas o una enorme caja en donde se veía imágenes en movimiento y sonido, ¡sonidos extraños!
Pero como no había ni un científico, ni nadie que prestara atención a ese diminuto y olvidado pueblo, en vez teníamos a nuestra familia Renault, quienes inconscientemente irían exterminando lo que en otros tiempos fue el edén escondido.

Las semanas transcurrieron, los pobladores acostumbrándose a esos recién llegados con costumbres tan extrañas, a su vestimenta colorida, el humo de ese palito que tenían en la boca (cigarrillo) o a los ruidos ensordecedores de sus máquinas.
No fue fácil asimilar esa serie de instrumentos completamente nuevos y eso causo temor. Temor pero también curiosidad en los más jóvenes, aplacó la naturaleza del ser humano a querer descubrir y paulatinamente ese poblado tan apacible, en donde el ruido mayor eran los cánticos de la vieja curandera; ahora se iba abriendo paso a los azahares inciertos de la tecnología.
Sería ocioso narrar la transformación de la que fue víctima Quittlán en pocos meses, y la palabra “meses” se ve acentuada y es reflejo de lo que en diminuto ocurrió con nuestros más queridos pueblos, paraísos terrenales y magníficos de la Tierra que fueron diseminados y poco a poco aniquilados por la mano del hombre. Injusticia divina y causa fundamental de la nuestra autodestrucción, que nosotros mismos auspiciamos.

Quittlán nunca volvió a ser el mismo, las calles asfaltadas no guardan ni la sombra de aquellos caminillos en donde los lugareños paseaban con sus pequeños loros en sus hombros; o las plazas con juegos mecánicos de última generación no guardan recuerdo de las explanadas en donde la vieja curandera hacia sus rituales de sanación para perdurar la sobrevivencia de su especie, de sus costumbres, de su espíritu.

Los Renault no pasaron uno ni dos meses de vacaciones por Quittlán, residieron allí, no obstante después de muchos años, su última descendiente se vio obligada a migrar de nuevo hacia Nueva York, sumida en la pobreza y al borde de la locura. La causa se ignora, y también se ignora qué es lo que causó que todos los miembros de la familia Renault, mueran de una enfermedad desconocida, que los hacia reducir hasta los 45 CMS; toses crónicas y fiebres de 42 grados.
La nieta de la vieja curandera, oyó decir a su abuela antes de morir que los extranjeros tendrían mal fin y que una maldición recaería sobre ellos, al propiciar la perdición de los suyos, al cambiar la cosmovisión de los habitantes de uno de los pueblos más apacibles del planeta y convertirlo en el antro de perdición que es ahora.

Hoy Quittlán es llamado St. María de Salamanca, no sabemos el motivo ni el origen del nombre; empero, lo que si se aprecia es que a partir de unos diez años desde la llegada de los Renault, el antiguo Quittlán era frecuentado por la más alta élite del empresariado estadounidense, quienes al ver la fastuosidad de recursos, fueron medrandolos hasta convertirlo en un desierto.
Al ver que se les agotaban los recursos, empezaron la construcción de “casas de diversión” y burdeles, de lo que ahora se basa la economía del lugar; obligando a las mujeres nativas a prostituirse con la promesa de mejor vivienda o de un mísero aparato electrodoméstico, esa es la realidad que se ve en nuestro querido pueblo desde hace 30 años y que perdura hasta hoy.
¿Quiénes fueron los Renault? Ángeles provistos de tecnología, superhéroes de una sociedad olvidada o asesinos de una etnia recóndita y pura en el corazón de Tailandia. Lo cierto es que hoy ni los lugareños ni la actual sociedad los recuerda, no están en ningún libro de Nóbel, ni tienen laureles, sólo su paso por el mundo se ve plasmado en una de las callejuelas más promiscuas de St. María de Salamanca, en donde una avenida cita: Av. Los Renault.


Milagros G. Romero Espíritu

Texto agregado el 16-07-2009, y leído por 414 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-07-2009 está bien escrito, la ortografía es impecable excepto por el "nóbel" que no lleva tilde. De la redacción me quedo más corto, hay parajes donde no se logra una coherencia, por ejemplo aquí: "Los Renault no pasaron uno ni dos meses de vacaciones por Quittlán, residieron allí, no obstante después de muchos años,"...así hay algunas que no hacen de la lectura algo rápido. De la idea que se desarrolla, es muy buena y tiene sentido. Creo que con una revisada quedaría un buen cuento. saludos! fafner
 
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