Cada noche polarizada en Luna y cristal rociado, Dyehuty se abría paso entre las impenetrables dunas de serpientes, bosques de íbices y lagos regados de grullas. El camino corría en meandros imaginarios, sin sonido, sin luces, con los olores de los recuerdos que nunca fueron. Su sombra quedaba rezagada, rechazada en cada giro o salto del viaje. Al llegar a destino ya no hacía falta ni sombra ni brillo, ni cetro e investidura.
Cada noche Dyehuty llegaba al Fresno que contenía un nido, donde un huevo dorado contaba vidas esperando la eclosión. No llevaba registro, tal su costumbre, solo se maravillaba del prodigio.
Cuando el día llegó, una extraña alquimia ocurrió y el huevo fue esmeralda y fue música y finalmente Dragón que rugió y desplegó sus alas al cielo robándose el brillo de la Luna. Unas ciegas tinieblas nacieron del cascarón olvidado por el Dragón y con sus colmillos de triunfo estremecieron el corazón de Dyehuty.
El tiempo pasó, las dunas se multiplicaron, los bosques retorcieron sus raíces y los lagos se hicieron insondables, el Fresno se marchitó, el cascarón fue devorado por el olvido.
Cada noche Dyehuty regresó, y fue asediado por las tinieblas en cada meandro, y buscó ahondar en las alquimias para entender la trasmutación final, pero el Dragón había volado a la noche de los tiempos, llevándose las estrellas.