Transpiraba un color gris agrio, ya no quedaban pastillas en el tubo de bencendrina, y para cualquier cosa era tarde, aun para el sueño. Vino entonces un recuerdo nefasto, un chico que se hundía hojas de afeitar en los brazos y apagaba cigarrillos en las palmas de la mano. El dolor y la desesperación le sacudían la cara como un cross brutal, y ahí estaba el tipito con sangre, llagas supurantes, en medio de una ironía que le impedía aceptar cualquier consejo. Teñido por mi sudor, aparté la vista del espejo, encendí un cigarro y cuidé muy bien donde apagarlo. Mañana tal vez conseguiría más pastillas, o tendría un par de tajos nuevos.