Nos encontramos en una reunión de amigos. Fue una jornada maravillosa, pletórica de muestras de cariño y alabanzas. Fue un instante mágico, en que nos desvinculamos de todo lo cotidiano y se diría que recorrimos la urbe sólo en consonancia con ese estado de euforia que nos invadía a todos y cada uno. Edificios, asfalto y gente que nos miraba con extrañeza, fue el escenario elegido para cruzar frases condenadamente enrevesadas, proseguidas de risas destempladas que trasuntaban nuestra felicidad.
Nos conocíamos sólo por esos correos que nos enviábamos mutuamente y nos imaginábamos unos a otros, asesorados por esas fotografías que dejaban vislumbrar apenas nuestra identidad. A no dudarlo, todos habíamos falseado un tanto nuestra imagen y habíamos tenido la desvergüenza de utilizar el Photoshop para corregir algunas deficiencias. Pero, el ímpetu y esa íntima forma de comunicarnos, persistió cuando nos encontramos frente a frente.
Corriste hacia mí y me emocionó tu efusividad. En un gesto encantador, arreglaste mis cabellos y me palpabas con dedos trémulos, acaso para convencerte que el personajillo alojado en un rectángulo de tu computador, era en realidad un ser de carne y hueso. Eras aún más bella de lo que te había imaginado, y entiéndase que si digo bella, es porque encuadro dentro de esa categoría, tu figura, finísima, tu voz de timbre suave pero seguro, esa simpatía que emanaba de ti y que se reflejaba con largueza en tus ojos claros. Ese todo, ahora estaba frente a mí, estudiándome, corrigiendo acaso lo que la imaginación suya creía diferente y transando al fin con el mono del recuadro para igualarlo con el mono que ahora tenía enfrente.
Nuestros diálogos, antes de este encuentro, fueron intensos; la formalidad dio paso a una cercanía que conduciría fatalmente a este encuentro. Es que, aún en esas dialécticas de chat, pese a ser tan acotadas en todo aspecto, nos derramábamos y parecía que en algún punto de nuestra conversación, nuestros dedos se tocarían, nuestras bocas superarían la barrera de la tecnología para tocarse en un beso más preciado que si fuese investido por la pasión. Era otra cosa, era una comunión de almas que hacían lo imposible por sustanciarse en el otro, una relación que se alimentaba por una multitud de puntos que sin ser semejantes, suscitaban la cercanía y la identificación más absolutas.
Pero, ahora, frente a mí, eras la idealización de mis sueños, la culminación de un peregrinaje espiritual. Ahora estábamos frente a frente y mi temor era que la imagen aquella que me había creado de ti, no existiera detrás de esa sonrisa deslumbrante. Me tomaste del brazo y ensoñados en medio de la realidad concreta, nos embarcamos en ese mundo idílico en el cual nos pertenecíamos mutuamente.
Después de este encuentro, nos vimos en diferentes ocasiones, y la conversación fluyó cada vez con más intensidad. Tú eras la pasión y yo el freno, a tus embestidas avasalladoras, colocaba yo la templanza, al ardor de tus argumentos, rociaba yo con mis reflexiones escolásticas. Y cuando yo arremetía, impulsado por una fuerza inusitada, tú sostenías mis manos y aproximabas tu boca para que yo te besara. Y mi impulso se derivaba, hasta tornarse en un océano rojo de pasión. Mas, no era amor el que nos sostenía, era mucho más que eso.
Llegó el día en que tendrías que regresar a tu país. Fueron hojas mustias las que se precipitaron en mi alma. Por tu parte, te sumergiste en un silencio melancólico y sólo atinabas a cobijarte en mis brazos. No lo niego, amargas lágrimas rodaron por mis mejillas y tú, te inundaste de suspiros. Una vez más, la distancia recobraría su supremacía sobre nosotros.
Cuando subiste al vehículo que te llevaría a tus tierras, yo te entregué un libro ajadísimo. De esta forma, te daba a conocer lo mucho que lo había leído y el significado que abrigaban para mí todas esas letras. Lo recibiste con un gesto encantador, nos besamos y desapareciste, te transformaste una vez más en la lejana mujer detrás de la pantalla.
Los meses se han sucedido y una sensación de embriaguez, de vacío y a veces de dolor, se alternan en mi pecho. No lo niego, he sufrido, he llorado, pero, no me atrevo a ingresar al programa aquel que me conduciría a ti. Algo me detiene, no podría explicar que es. Indudablemente, echo de menos esas conversaciones rotundas, esas medias tintas, tus silencios y elocuencia, ese misterio que subyace tras tus ojos de felina. Echo de menos todo eso, pero ya no me saciaré con esas letras que te representan y esos signos que no sin sino una somera síntesis de lo que eres en realidad. No tocaré ese computador, puesto que siento que falsifica tu identidad, sabiendo de tu piel y tez, conociendo los deliciosos gestos que se dibujan en tu boca al hablar, nada es igual. Sé que me aguardarás frente a tu computador y esa será mi agonía. Sabiéndote expectante al otro lado del circuito, ya no te quiero tan lejana, tan sintetizada, metamorfoseada por el código binario que una vez propició nuestro encuentro.
Y acá, en el punto ciego que te niega, con mi alma hecha jirones, te sé, expectante o silenciosa, meditabunda y dejando que lo nuestro se diluya, porque acaso así debe ser. Quizás a ti te ocurra lo mismo, lo ignoro. No es amor el que me atormenta, pero lo cierto, lo verdadero es…que ya no puedo vivir sin ti…
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