A la par volaban furiosas las dos máquinas. Dueñas del momento, tenían la atracción de toda persona que estaba ese día presente en Pacific Valley.
Yo estaba solo, disfrutando extasiado del espectáculo que sendos carros nos brindaban esa noche de viernes junto al océano.
Podría haber esperado a que el mundo acabase esa noche. Podrían la mañana siguiente haber encontrado mi frío cadáver con una estúpida sonrisa dibujada en el rostro.
Fue entonces que se acercó ella. Hermosa, con una flor en sus cabellos castaños, sus labios de rojo enfurecidos y esa tierna expresión de estar conociendo la vida por vez primera en esa noche.
Fue curioso que antes de decir nada, me ofreció, amistosa, un poco de marihuana.
En el acto me hundí en esos ojos de miel. Quizás los mas hermosos que haya visto y vaya a ver en mi vida.
Sin ningún reparo y con toda espontaneidad se acercó y preguntó mi nombre con esa voz angelical que, quizás también la más mágica vos que se haya y vaya a dirigirse a mí mientras esté en vida.
“¿Tom?... ¡Qué común!” Exclamó sin quitarme los ojos de encima.
-Lisa- Dijo extendiéndome su mano-
Esa piel trigueña. ¡Dios! Resplandecía más que la luna llena de esa noche sobre el mar. Era perfecta, y aunque no quería, no podía dejar de observarle, la carrera en la arena pareció desvanecerse para los dos, porque ella parecía también tener interés en mí. Después de todo no había sido yo quien se había acercado a ella, sino al revés…
Nunca fui tan feliz como esa noche. Nunca nadie había reído así de mis bromas, jamás habían comprendido de manera tan instantánea mi manera de ver las cosas. Tan solo estar allí con Lisa, sólo esa noche, solo hasta que se marchara la luna llena. Eso era felicidad… eso lo era… al fin nos conocíamos.
Nuestra charla duró eternamente, los encuentros fugaces de nuestros labios no dejan de regresar cada noche junto con la luz de esa luna llena y de esos ojos que parecían albergar al sol.
También llega a mí esa dulce melodía que cantaba cuando se hacía un silencio entre nuestras palabras.
Finalmente el tiempo nos venció a Lisa y a mí.
Dijo que debía regresar, con esa forma hermosa que tenía de hacer las cosas preguntó si no la podía llevarla hasta su casa, y simpáticamente respondió por mí.
Así lo hice, así entré a su viejo apartamento monoambiente donde la vida por fin pagó sus amarguras conmigo. El sol me apuró, mi mente volvió en sí cuando el día ya no podía dejarme negar su existir y mi vida comenzó a recordarme mi casa en Tampa Bay con Lucy.
Así lo hice, por la 79 regresé, cada canción en la radio estaba escrita para nosotros, cada brisa del sur embistiendo contra mi rostro era un recuerdo de sus besos, y por supuesto, siempre que mis ojos se cerraron aparecieron los tuyos, escoltados dentro de mi cabeza por tu risa y esa sensación de que mi alma se derrumbaba cuando la oía yo.
Anochecía cuando llegué.
Ella me recibió con su pastel de calabazas de todos los jueves y Sinatra sonando como si cantara entre dientes, al igual que cada noche (sí, así de estructurada y rutinaria era mi vida con Lucy).
Ya no quería vivir así. Durmiendo y trabajando para no vivir en esa pena de extrañarla. De solo pensar en volver a verla, se que sonará estúpido querer deshacer mi vida de cuatro años con Lucy, hermosa a su manera.
Pronto estallaría y descubriría que las tardes toman un nuevo sentido si de Lisa estaba acompañado.
A mi cabeza volvió, tal vez después de siglos. Esa canción que tarareaba esa noche donde el amor a primera vista existió.
Ya nunca me separaría de esa melodía y decidí que tampoco iba a extrañarla más…
Tres meses viví en Tampa Bay con mi esposa. Un glorioso veinte de octubre, mis valijas estaban hechas, nuestra casa vendida a una familia de orientales, Lisa viviendo con su hermana y yo...
…Yo en la ruta 79 nuevamente, con mi Cadillac surcando el asfalto a toda velocidad, compitiendo con el impaciente palpitar de mi corazón exaltado.
Continuará…
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