Oí las voces junto a la escalera: una discusión se construía, de eso no había duda.
Tanto licor a muchos metros de altura terminaron con mi noche de fiesta en unas pocas horas; la cabeza me rebotaba como humo informe sobre las paredes llenas de dibujos a carbón. Otras frecuencias en la terraza de arriba me decían que la diversión apenas iba tomando forma cuando mi disipado cuerpo ya era un bulto junto a la puerta que daba a la escalera.
La oí correr al portón principal, un par de pies fueron tras ella llevando un grito que se derramaba en el camino. Portazo, suelas adosan las verdes callejuelas de piedra mojada. Pese a todo el malestar corporal, tomé torpemente la escalera que da al portón, contuve la náusea que me aletargaba y apoyándome en cualquier objeto salí a la calle; ella no estaría lejos, casi al punto de mis brazos.
Afuera había nadie. Frente a mí se abrían tres huidas, elegí la que daba a la fuente, salí a traspié, toqué los muros de piedras, lamí los hierros y picaportes, tantas manos, demasiados elefantes marchando en mi cabeza sin embargo ningún grito me indicaba en dónde estaba Carmen.
Corro..., bueno, más bien reboto. Se suceden las viviendas atascadas en esos vasos capilares de Guanajuato, ninguna tan abierta para que ella pudiera evadirse tan pronto.
Giré, hurgué, aullé diez mil ecos encontrando sombras de minotauro, el piso húmedo se partía en tantas calles como pasos podía dar. Me senté bajo un puente, estaba perdido y muy ebrio.
La náusea, siempre cercana cae a mis espaldas y me arranca el pelo con sus todas manos.
Ahí voy de nuevo, intento correr.
Vomito hasta el ensueño, vomito mares internos que inundarán Guanajuato y nadie se ha ocupado en construir un arca. Las voces de nuevo descienden, escucho sus pies pequeños con botas industriales..., los reconocería hasta en un desfile. Carmen llega riendo y tomando fotos. Vomito provocando la resurrección de las Momias sin Santo que nos salve. Vomito.
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